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sábado, 27 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XV)

POR CARMEN JUAN ROMERO


Sofía se despertó abrazada a su novio, a pesar de cómo se habían metido a la cama por la noche y del maldito calor que no remitía ni entonces, cuando empezaba a despuntar el sol. Se levantó con cuidado de no despertarle y fue a preparar el desayuno. Apenas tenía apetito últimamente, cosa que achacaba a los nervios de los preparativos para la boda, y desayunar a las cinco de la mañana no era algo a lo que estuviera acostumbrada, pero en apenas media hora él se marcharía y estaría fuera un par de días, quizá más; se subiría al avión y la volvería a dejar sola y asqueada en aquel piso que ni siquiera le gustaba. Por suerte o por desgracia, aquel sería un día ajetreado para ella, de todos modos, así que quiso que por una vez desayunasen juntos. Así se disculparía también por no llamar y haberle preocupado. El hecho de que ella fuera a mordisquear una tostada sin ganas era irrelevante. Sólo quería sentarse delante de él y mirarle antes de que se fuera, tal vez charlar, aunque eso último no era necesario. Se conformaba con tenerle allí, verle un rato y luego sonreír cuando Álvaro la besara en la sien y le dijera “te llamaré en cuanto llegue”. Y luego volver a meterse en la cama y poner la tele, hacer tiempo hasta que la mañana llegase de verdad y entonces recoger un poco y darse un baño antes de que llegase su madre. Inconscientemente, había organizado su día antes incluso de recordar qué debía hacer.
El olor del café recién hecho despertó a Álvaro y le arrastró hasta la cocina. Él no tenía problemas para madrugar, era cuestión de trabajo y lo llevaba bien. Sin embargo parecía cansado.
-          ¿No has dormido bien? Tienes mal aspecto. Para ser sincera, estás horrible –le confesó sin ningún tipo de reparo Sofía. Hacía demasiado tiempo que estaban juntos como para andarse con chiquitas y era cierto: las ojeras le llegaban a mitad de las mejillas e iban a ser difíciles de disimular; tenía los párpados hinchados y los ojos ligeramente enrojecidos.
-          Yo también te quiero –contestó él, dándole un empujón suave y reprimiendo un bostezo-. Te has pasado la noche entera moviéndote sin parar, ¿cómo quieres que duerma? He estado a punto de salirme al sofá.
Sofía sirvió el café en dos tazas y le hizo un gesto con la cabeza para que se sentase y la dejara hacer. No le gustaba que nadie merodease a su alrededor cuando estaba en la cocina, aunque lo que tuviera en la mano no fuese más que un pedazo de pan con aceite. Cuando hubo acabado, se sentó frente a él, como había planeado, y le observó soplar al vaso.
-          ¿Cuándo vuelves? –la respuesta le daba un poco lo mismo, pero aun así la hizo, más por quebrar el silencio que lo invadía todo a aquellas horas intempestivas que por interés.
-          Cielo, ya te lo he dicho –Álvaro tenía mucha paciencia con ella, y lo demostraba repitiendo una y otra vez la información cuando Sofía no la retenía, lo cual sucedía muy a menudo-. Espero que sea antes, pero el domingo estaré aquí, seguro. Lo prometo.
Ella asintió. Tenía la sensación de que no le importaba lo más mínimo que Álvaro pasara fuera una semana o un mes. Por su cabeza rondaban miles de cosas que no tenían relación alguna con él ni con la boda.
Álvaro apuró su café con prisas y desapareció de la cocina. Ya tenía todo preparado, sólo tenía que vestirse, pero aun así revisó la bolsa de viaje comprobando que no olvidaba nada y echó un par de cosas más que seguramente no necesitaría, por si acaso. Ella se quedó allí sentada, sujetando la taza con las dos manos, sin beber, dejando que el tiempo que les quedaba juntos aquella semana se evaporase y se mezclase con el humo del café.
-          ¿A qué hora viene Teresa? –se escuchó desde el otro lado del pasillo.
Quiso ignorar la pregunta, obviarla y disfrutar del silencio matinal. No tenía ninguna gana de ver a nadie, de ir a ninguna parte. Hizo un rápido cálculo mental, por si aquel repentino mal humor tenía relación con los ciclos lunares. No.
-          Quedé con Gema para que tuviera el vestido preparado a las once –y además tenía que probarse el vestido para los últimos retoques. Esperaba que no tardaran demasiado, no le apetecía subirse a una peana y dejar que una panda de marujas la contemplara y la adorase, le dijera lo preciosa que estaba y lo feliz que iba a ser y lo bien que le sentaba aquel escote, sencillo y austero pero elegante-. Le dije a mi madre que pasara por aquí a las diez, pero conociéndola no sé cómo no se ha presentado aquí ya, a desayunar con nosotros.
Álvaro contuvo una carcajada en la habitación contigua. Su futura suegra era la mujer más agobiante que había conocido en su vida y entendía perfectamente que su novia dijese aquello de una forma tan apática. Imaginaba que no habría sido fácil para ninguna de las dos escoger el vestido juntas, es decir, que Sofía hubiese escogido el vestido que su madre prefería después de mantener una discusión que ambas sabían que no llegaría a ninguna parte. Pero tras el primer disgusto la había encontrado encantada con el modelo. Él, por su parte, no había querido que se lo enseñara en el catálogo, ni escucharla hablar de formas, telas y colores. Prefería que fuera una sorpresa, para deslumbrarse al vérselo puesto el día de la boda. Se asomó a la cocina para darle ánimos:
-          Venga, que sólo te quedan dos pruebas más y habrás zanjado el tema.
-          Ya, pero es que me tiene harta –respondió ella, y era verdad-. Cada vez que piso la tienda, Gema se ríe de mí sin cortarse un pelo. A carcajada limpia. Se lo pasa genial presenciando las disputas madre-hija en directo.
Álvaro se acercó por detrás y la cogió por los hombros.
-          Ni que fueras la primera novia que va acompañada de su madre, mujer. Tiene que estar más que acostumbrada.
-          A ella no.
Y así, con un tono tajante que no daba pie a más discusión, cerró aquella conversación. Poca gente conocía de verdad a su madre. Era cierto que siempre estaba encima de todo y de todos, sobrevolando hechos y personas como un ave rapaz a la espera de que alguien dé el primer golpe a su presa para luego posarse sobre ella y picotear las entrañas, y que aquella condición suya de carroñera era explícita y reconocible, pero nadie sabía como Sofía hasta qué punto disfrutaba su madre con ello.
Álvaro acabó de vestirse y cogió sus cosas. Llevaba una bolsa de cuero enorme para la ropa en una mano, y en la otra sujetaba el maletín con el portátil. Sofía le acompañó hasta la puerta, se dejó besar en la sien como estaba previsto y al despedirse sonrió con sinceridad por primera vez desde que se había despertado.
-          Te llamaré en cuanto llegue.
Ella echó el cerrojo, volvió a la cama y encendió el televisor, pero a aquellas horas no hacían nada a lo que mereciese la pena prestar atención. De todos modos la dejó de fondo para llenar el vacío que había dejado Álvaro al cerrar. Le vino a la mente la noche anterior, la locura que sus amigas y ella habían pretendido cometer y cómo había acabado el asunto, volviendo a casa como si nada, después de haber conocido a un fantasma poeta entomólogo sanador y quién sabe cuántas cosas más que había resultado ser el primo de Amaya. Y la cara de tonta de Ruth. El mal humor aumentó sin avisar y se descubrió apretando los dientes hasta hacerse daño. Le había molestado en su momento y le molestaba ahora. Que la herida y por tanto la paciente hubiera sido Ruth, que él fuera tan atractivo y que ella se hubiera dado cuenta. Que hubiera acaparado la atención del chico. Y aquel comentario estúpido que no había conseguido contener. No se lo explicaba, de ningún modo. A ella nunca le gustaron los críos como aquel, con esos aires que se daban, entre místicos e intelectuales. Ni siquiera en el instituto. Sofía era más de hombres normales, con trabajos normales y vidas normales, humildes y familiares, siempre mayores que ella. Además, ella ya tenía su hombre normal, le amaba y se iba a casar con él. Y sin embargo cuando vio a Víctor allí plantado, con ese peinado antiguo y esa aparente timidez que no le duró más de unos minutos, se le hizo una pelota de algo gelatinoso en el estómago. Y cada vez que él abría la boca la superficie de la pelota temblaba como un flan y le provocaba escalofríos.
Dieron las ocho y ella seguía entre las sábanas, preguntándose a qué demonios venía esa actitud de adolescente confundida. Recuperó la taza vacía y la rellenó con café.  Se había enfriado, pero no lo suficiente, y ahora era un mejunje oscuro y empalagoso, templado, que daba angustia sólo con verlo. Sacó un par de cubitos de hielo del congelador y los echó dentro del brebaje con la esperanza de no terminar la mañana vomitando hasta la primera papilla. Un vago recuerdo de un domingo de resaca con las chicas la hizo sonreír. Aquel fin de semana desfasaron más de lo que debían y acabaron amaneciendo las tres (faltaba Ruth, a quien todavía no conocían) en casa de Amaya, que además de refugio antidepresivo era refugio post-borracheras. Todas habían bebido más de la cuenta y todas se encontraban fatal cuando sonó el despertador que Amaya había olvidado desconectar. También era verano en esa ocasión, y en aquella casa siempre había una cafetera llena. La sirvieron sin calentar y Adela lo puso tras el segundo trago. Primero escupió voluntariamente el café, y la cena de la noche anterior fue detrás. Su ropa, el suelo, la silla en la que se había dejado caer… A ella le entró la risa y Amaya ejerció de madre. La ayudó a limpiarse, recogió todo y la devolvió a la cama mientras Sofía se sujetaba el estómago, sin parar de reír. La anfitriona, por el contrario, le preparó una infusión y la obligó a tomarla antes de dejarla dormir un poco más. Para obligar a Adela a hacer algo tenías que tener mucho valor o ser Amaya. Era la única que podía domarla, sólo hacía falta una mirada directa y Adela comprendía, Adela acataba (casi siempre). A la inversa sucedía más o menos lo mismo, pero no era tan espectacular porque Amaya no parecía estar hecha de hierro forjado. Entre ellas había un vínculo especial que Sofía envidiaba desde que el mundo era mundo. Jamás había participado de él, no había tenido una relación como la que había entre ellas, ni con sus amigas ni con nadie. Parecían horneadas de formas distintas pero hechas de la misma masa, lo sabían y habían aprendido a aprovecharlo. Adela y Amaya se tenían la una a la otra indistintamente de qué ocurriera sobre la faz de la Tierra. Ella dudaba si tenía a alguien de ese modo incondicional. Observó unos segundos el contenido del vaso, ya helado, y se lo bebió de un trago antes de meterse a la ducha.
Su madre apareció pasadas las nueve, cumpliendo con la previsión de Sofía de que llegaría a su cita antes de la hora acordada. Ella todavía llevaba el pelo húmedo, pero ya estaba casi lista: se había enfundado unos pantalones cortos y una camiseta básica, de tirantes. Poco importaba la ropa que llevase, se la iban a hacer quitar de todas formas. Como había procurado mantenerse ocupada para no dar más vueltas al asunto de la noche anterior, la casa estaba recogida e incluso había limpiado un poco, pero a ojos de su madre nunca era suficiente.
-          ¿Nos vamos? –la saludó desde el rellano.
-          Hemos quedado allí dentro de casi dos horas, mamá.
La hizo pasar a casa y preparó más café. Habría preferido que alguien más las acompañase para no tener que pasar por aquello de nuevo. Se ponía terriblemente pesada cuando estaban a solas. Sin embargo, pensó, Adela no la habría acompañado, y Amaya estaba liada con el asunto de su primo. Ni se le pasó por la cabeza llamar a Ruth.
-          ¿Piensas ir así vestida?
Ya empezaba.
-          Mamá, hace calor, ¿prefieres que llegue sudando?
Discutieron durante un par de minutos y luego cambiaron de tema. Si empezaban el día peleándose la jornada se haría eterna, y ambas lo sabían. Después de tomarse el café, tan sólo habían pasado treinta minutos, y aun así, Teresa consiguió sacarla del piso y encaminarse hacia la tienda.
Cuando llegaron tuvieron que aguardar un poco. Como era de esperar, todavía no lo tenían preparado, pero Gema hizo lo posible por atenderlas cuanto antes. En cuanto pudo ayudó a Sofía a vestirse y sujetó los bajos para que al subir a la tarima no se estropeasen.
El vestido era maravilloso, parecía sacado de una película. Las líneas eran sencillas pero se le ajustaban al cuerpo perfectamente. El escote, palabra de honor, le recogía el pecho y lo realzaba sin llegar a ser provocativo, y justo debajo una franja de pedrería oscura delimitaba la parte alta de la cintura. El resto caía sin grandes ademanes, y carecía de una cola descomunal y pesada, como tantos otros vestidos. Antes de aquel ella ya había escogido su vestido, completamente diferente. El nuevo estaba en el escaparate de la tienda de al lado, y su madre se empeñó en que debía probárselo antes de decidirse. Pidieron disculpas y se trasladaron, la hija enfadada y la madre radiante. Gema las atendió desde el primer momento, la ayudó a cambiarse y en cuanto se vio en el espejo se convenció: aquel era su vestido, se casaría con él.
Sin embargo ahora, subida allí mientras Gema y su ayudante retocaban el contorno de la cintura –había adelgazado un poco por los nervios y le quedaba holgado- y escuchando a su madre recordarle en voz alta que si no fuera por ella se habría casado con aquel horrible atuendo que parecía un saco viejo en comparación con aquel, se miraba al espejo y dudaba. El vestido seguía siendo el mismo y era precioso, por supuesto, pero había algo que le revolvía el estómago. Aquella gelatina que Víctor había metido a presión continuaba molestándola y su reflejo, la imagen de ella misma vestida de novia, se le antojaba irreal y transitoria. La verdad la abofeteó con fuerza y sin previo aviso, como una tormenta repentina en mitad del verano. Se iba a casar. Y entonces sería irreversible. De niña soñaba con ese momento, con los preparativos, las flores y los menús, incluso, aun sin poner rostro al hombre que la acompañaría el resto de su vida. Se recreaba imaginándose bajando unas escaleras larguísimas y era la mujer más bella del mundo, y el que fuera su marido la estaría esperando abajo para llevarla de la mano. Y todo sería felicidad y luces de colores en medio de la noche. Aquella mañana se acordaba y le daban ganas de gritar que era una estupidez. La mujer a la que veía en aquel espejo gigante no era ella, no era la niña deseosa de una boda por todo lo alto, sino una chica a la que no le importaba que su futuro esposo se marchara de viaje de trabajo cada tres días. Se miraba y no reconocía nada suyo en el cristal. De pronto la imagen se volvió amenazante y tuvo que dejar de hacerlo. Comenzó a tener problemas para respirar y Gema se dio cuenta.
-          ¿Estás bien?
Sofía negó con la cabeza y se bajó del escalón, apartándose de ellas. Cerró los ojos y se concentró: no quería ponerse a gritar como una novia histérica a punto de dar marcha atrás y decidir, un mes antes de la boda, que no quería casarse, y mucho menos delante de su madre. Podría pedirles que le quitaran los alfileres, desprenderse del vestido y salir corriendo. De hecho, era lo único que quería hacer en ese momento. Salir corriendo y no parar hasta que le sangrasen las plantas de los pies descalzos; desaparecer, pero no lo hizo. Improvisó una sonrisa y se disculpó:
-          Sólo me he mareado un poco. He tomado demasiado café.
En ese momento habría jurado que no había dicho una mentira tan grande en toda su vida.

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