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domingo, 14 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XI)


 POR VÍCTOR FERNÁNDEZ MOLINA

Capítulo III

Al mirar el suelo, Víctor podía distinguir cinco tipos diferentes de huellas que conducían a dispares direcciones en el escalón del portal de la casa de su prima. Habían pasado dos días desde el incidente del balcón y a Amaya ya se le había acabado la paciencia. Estaba muy cansada de encontrarse a su primo acostado en la cama de la habitación de invitados, leyendo libros sobre insectos, explotando indiscriminadamente su conexión a internet para bajarse series en inglés subtituladas en castellano, o hablando por teléfono con, ella suponía, algún amigo. Lo cierto es que prácticamente pasaba desapercibido para ella, pero su presencia, su masculina presencia, perturbaba el orden natural de aquella casa de noventa y dos metros cuadrados. 

Aquella misma mañana, Amaya se había despertado de muy mal humor y con ciertas náuseas, una sensación que ella asociaba con la enfermedad y que ahora tendría que asimilar como algo positivo, como un signo de vida, de que todo iba bien. Sin embargo, ese tipo de agrupaciones emocionales estaban muy lejos de lo que su condición psicológica podía aceptar. Prácticamente no sabía quién manejaba su cuerpo: su mente, su corazón o sus hormonas. Así, aquella mañana de viernes, conforme se levantó y se lavó la cara, entró en la habitación ocupada para decirle solo tres simples frases a su queridísimo primo:

-¡Tú, parásito! ¡Despierta! ¡Tienes que buscarte una casa!

El chico, sobresaltado por el susto, pensaba que se estaba quemando la casa o que tal vez había un terremoto y había que salir corriendo de allí. Fueron apenas unos segundos de confusión hasta que comprendió la totalidad de la situación. Podría haber respondido una retahíla de argumentos sobre las diferencias entre él y un parásito, pero finalmente decidió callarse, aceptar su responsabilidad y con un “de acuerdo”, se levantó y comenzó a hacer la maleta.

Llegó a un acuerdo con la amable anfitriona para dejar sus pocas pertenencias dentro del piso hasta la noche y con las mismas, cogió sus gafas de sol estilo Vintage Blues y se dirigió al mismo portal donde hacía unas noches había estado por un corto espacio de tiempo. Era un lugar apestoso, pero es en esos lugares donde Víctor conseguía sacar todo su potencial superviviente. Se fumó un par de cigarros. Estaba muy nervioso, aunque, como él pensaba, no había razón para estarlo. Incluso en una ciudad como Alicante tenía amigos a los que poder acudir en caso de algún contratiempo, y ésta, sin lugar a dudas era una de esas ocasiones. Iba a ser un día muy largo, había muchas puertas a las que tocar, mucha gente a la que pedir favores.

Se levantó de su improvisado y maloliente rincón del pensamiento. Varias señoras de rancio abolengo alicantino, cubiertas de joyas heredadas y collares de perlas que sus maridos les regalaban para que tuvieran la boquita cerrada, pasaron por su lado dedicándole una mirada de asco y curiosidad. Víctor se sacudió el poco polvo que habían recogido sus vaqueros y les brindó una pícara sonrisa. Odiaba a ese tipo de gente, y su mejor forma de despreciarlas era mediante la burla y la provocación. Cierto es que gracias a sus padres había podido hacer una carrera que prácticamente no le reportaría ningún trabajo bien remunerado y que tenía todos los caprichos que quería, pero él no miraba a nadie por encima del hombro. El desprecio entre seres de la misma especie le parecía repugnante, algo propio del alma humana que sólo por destruir es capaz de las peores injusticias, como lo que estaba ocurriendo ahora mismo con él.

El aire cálido y húmedo de la ciudad le daba ciertas energías para comenzar su baile pedigüeño, pero cuando comenzó a caminar para entrar en la estación del tranvía, se acordó de que no había desayunado. El estómago comenzaba a darle vueltas y era demasiada actividad la que tenía por delante para ir en ayunas. Se sacó la cartera del bolsillo trasero derecho y, no sin antes mirar a un lado y a otro para asegurarse de que no le estaban observando, miró en su interior con preocupación. Dos billetes de veinte euros nadaban en su interior como en una pecera de papel. “Suficiente” se dijo a sí mismo, cerró la cartera con una sonrisa y se dispuso a entrar al primer bar que encontrara.

La plaza de los Luceros es un lugar encantador, el corazón de la ciudad palpitante y lleno de vida donde puedes encontrar todo tipo de personas. Entre palmeras, bicicletas, bancos, tiendas de artículos de broma y cafeterías de muy distinta categoría, Víctor se fue a fijar en el único sitio donde él podía encajar: un pub irlandés. Se sentó en una de las banquetas de la barra esperando a que llegara el camarero. En otra ocasión se habría puesto a charlar con cualquier persona, pero ese día sabía que los pasos a seguir eran diferentes, por lo que cogió el periódico y comenzó por donde cualquier ser libre que desea ser esclavizado comienza: la sección de anuncios por palabras. Era curioso porque había muchos anuncios de pisos en alquiler, pero ninguno lo suficientemente bueno para él. Demasiado caros, demasiado grandes, demasiado pequeños. Todos eran demasiado. Además, él siempre había sido un animal de compañía, estrictamente hablando. No porque le gustara ir detrás de las faldas de las mujeres cual perro peludo con lacito en la cabeza, que también, sino que necesitaba constantemente la compañía de alguien. No era una persona miedosa, pero quedarse solo le causaba auténtico terror. De hecho, llegó a resultar un problema en su adolescencia. Todos, es decir, sus padres, sus profesores, sus amigos y demás personas que estaban a su lado, pensaban que era un poco hiperactivo. Víctor era el típico niño que no podía estarse quieto ni un solo momento, aunque por suerte eso no derivó en un déficit de atención. La contrariedad vino cuando, por gastarle una broma, unos amigos suyos del instituto le encerraron en el baño. Ni siquiera era el baño de las chicas, con su consecuente vergüenza  implícita. Era simplemente una novatada, que pasó a mayores cuando comenzó a gritar como un si le estuvieran rajando la barriga y diseccionando sus tripas a lo vivo con cuchillas oxidadas. Fue un ataque de pánico que además le dejó sin respiración.

-¿Qué te pongo? –una voz femenina con acento argentino interrumpió los pensamientos de Víctor que miraba el periódico pero estaba muy lejos de allí.

-Un cortado y una tostada con aceite. Sin prisa, no te preocupes – Víctor siempre intentaba ser lo más amable posible con los que le debían servir, y más si era una chica.

La camarera se metió en la cocina para preparar lo que por vigésimo tercera vez le habían pedido desde que había comenzado el turno de la mañana no sin pensar antes “Yo era diplomada en comercio exterior en mi tierra”, dejando a Víctor otra vez en la soledad de sus pensamientos. Y allí, en aquella barra de imitación a la madera del pub volvió a revivir aquellos trágicos momentos cuando por primera vez tuvo contacto con aquello que algunos llaman “el otro lado”. Cuando perdió el conocimiento en aquel baño se desencadenó un problema mayor: una parada cardiaca. Tuvo suerte a fin de cuentas, porque un profesor de guardia pasaba en aquel momento por el pasillo y oyó los gritos del pobre adolescente inocentado. Cuando don Lucas abrió la puerta se encontró con una escena dantesca. El chico estaba tirado en el suelo convulsionando y con los ojos en blanco. Parecía realmente que estaba poseído por el diablo, y justo cuando se agachó para ver que le pasaba, una última convulsión le paró el corazón. Literalmente, Víctor estaba condenado a morir. Fue entonces cuando, según su propio recuerdo, vio una luz y un túnel. Era una de esas experiencias que todo el mundo relata una y otra vez. Al final del túnel, su abuelo, que había muerto hacía algunos años, le hacía señales para que fuera con él. Era su hora. Sin embargo, sintió cómo comenzó a inflarse como un globo, poco a poco, se inflaba, se inflaba y se inflaba hasta que comenzó a volar y a alejarse de aquella luz tan tranquilizadora, tan llena de vida.  Un doloroso golpe en el pecho le hizo un agujero en su tórax, y de él comenzó a salir una bocanada de aire para así salir disparado como un globo pinchado. Comenzó a ir caóticamente de un lado a otro siempre impulsado por la ráfaga de su pecho. Cerró los ojos por la impresión, y cuando los volvió a abrir, se encontró con la frente de don Lucas, que medía unos cuatro dedos de anchura y tenía las cejas blancas. La boca de don Lucas no paraba de inflar la suya. Su aliento a tabaco negro y a pastillas de regaliz se mezclaban con el nuevo hálito de vida del chico. Finalmente, como cuando un bebé nace, tosió y volvió a respirar. Su corazón comenzó a bambolear a ese ritmo incesante de vida que estruja nuestros días y nos condiciona en nuestras oleadas de vida. Víctor estaba de nuevo en el suelo de aquel baño poco higiénico, y todo gracias a don Lucas, su profesor de Biología.

A partir de aquel momento su vida cambió para siempre. Fue un nuevo nacimiento. Dijeron en el hospital que tenía un soplo en el corazón y que aquel ataque de pánico había sido como un puñal clavándosele en la aorta. Los responsables del centro decidieron que había que investigar el por qué de aquel ataque, mientras que los padres de aquel niño enfermizo, humildes trabajadores, se gastaron los pocos ahorros que tenían para hacer unas vacaciones en familia a las Islas Canarias, en sesiones y sesiones de psiquiatra que al final, por suerte, dieron su fruto.

El teléfono móvil de Víctor comenzó a sonar de repente. En la pantalla podía verse una foto de un hombre de unos veinticinco años haciendo una mueca con la boca y sobre su frente la palabra “Marcos Al”. Era su amigo Marcos, un chico inteligente, compañero de la universidad que consiguió un trabajo como investigador de una constructora en los tiempos de bonanza. Se dedicaba simplemente a firmar estudios en los que aseguraba que hacer un edificio en tal lugar no era perjudicial ni para la fauna ni para la flora autóctona. Muchas veces le obligaban a mentir, pero para algo le pagaban casi tres mil euros al mes. Aquí conoció a su actual esposa. Una chica joven, independiente y a su vez muy familiar. Todos los amigos la llamaban en secreto “la guardia de reemplazo”, porque desde que estaban juntos, Marcos no salía con tanta asiduidad. En realidad, Marcos siempre la ponía como excusa, porque su hígado ya no aguantaba la cantidad de alcohol que sus camaradas ingerían cada vez que salían.

-¡Marquitos!¿Como lo llevas? Te envié un sms esta mañana. –dijo Víctor nada más descolgar el móvil.

-¡Hey! No sabía que estabas por aquí, –respondió Marcos al otro lado de la línea- vente a mi casa y a ver que podemos hacer para buscarte sitio.

-¿No se enfadará tu parienta? –le preguntó Víctor.

-No, que va. Está encantada de que vengas -en realidad era mentira-. Además tenemos que hablar tú y yo. El otro día estuvo por aquí Nadia.

Se quedó callado durante unos segundos. Nadia. Ese nombre siempre le hacía un nudo en la barriga. Cada vez que lo oía el alma se le ponía en posición fetal y todos lo ánimos que podía albergar se desvanecían como por arte de magia. Era su talón de Aquiles, y al mismo tiempo su heroína.

-¿Preguntó por mí? –dijo finalmente Víctor, sin saber a ciencia cierta qué respuesta esperar.

-No –respondió Marcos intentando disimular su incomodidad- pero no te preocupes ahora. Termina lo que estés haciendo y vente a mi casa. Recuerdas cómo llegar ¿no?

Pagó el desayuno y salió en dirección a la casa de su amigo. Estaba a la altura del mercado central por lo que debía caminar unos quince minutos esquivando tráfico humano por todas direcciones. Mientras avanzaba continuó pensando en todo aquello que en cierta manera le había llevado hasta allí, a esas calles mal hechas de una ciudad maltratada por su gente y por la historia. Pasó por delante de un despacho que ponía “Gabinete psicológico y psiquiátrico” y sin querer se vio a sí mismo dentro, con apenas dieciséis años, hablando con una mujer entrada en años y con claros síntomas de un desequilibrio psicológico-sexual, o al menos eso dedujo él por las miradas que le echaba a su padre cada vez que venía a recogerlo. Aunque es cierto que eran las mismas que le echaba a su madre también, contándole cómo le iba en los estudios, si algún chico le pegaba, cuántas veces se masturbaba por las noches y demás intimidades que le llevaron a una escena final escalofriante, casi de thriller. Una noche de invierno, cuando era pequeño, Víctor se quedó al cuidado de unos amigos de sus padres: el tito Juan y la tita Julia. Sus padres marchaban confiados porque la pareja también tenía hijos, y además eran muy bien educados. Siempre saludaban en el ascensor y hablaban de usted a los mayores. Todo parecía perfecto. De hecho, cada vez que dejaban a Víctor en su casa éste parecía volver mucho más tranquilo y sosegado. Sin embargo, lo que allí ocurría era que el pobre niño estaba totalmente muerto de miedo, porque para que se callara le encerraban en el armario escobero. Cada vez que hacía algo mal, hablaba más de la cuenta o lloraba porque quería volver con sus padres, los falsos “titos” le encerraban bajo llave, al igual que habían hecho con sus dos hijos. Y en el despacho de aquella psicóloga volvió a surgir toda aquella escena brotando por los ojos del niño adolescente, que lo único que quería era que volvieran sus padres para abrazarlos y decirles que no se fueran nunca más de su lado. Éstos, por su parte, denunciaron a sus ex amigos maltratadores, pero eran otros tiempos, o dieron con la gente inadecuada, porque las denuncias se traspapelaron y, como por arte de la burocracia fraudulenta, se dio el caso por sobreseído. Era mejor no ahondar en el tema, porque lo que había que hacer era recuperar la confianza y la sonrisa de aquel chico que tenía miedo a la soledad.

El mercado central de Alicante es un edifico emblemático de la ciudad. Posiblemente uno de los pocos patrimonios culturales de calidad que quedan en la ciudad. A sus espaldas se encuentra la plaza veinticinco de mayo, que no tenía nada que ver con los movimientos políticos del 23M que recientemente habían surgido por todo el país. Era un homenaje al bombardeo fascista ocurrido aquel día de 1938 donde murieron unas 300 personas. No hay monumento erigido que lo muestre. Solo una placa que deja entrever que allí pasó algo realmente duro, históricamente hablando. Justo detrás de aquella plaza se encontraba la casa de Marcos.

A pesar de los años transcurridos sin acudir hasta la casa de su amigo, Víctor tenía una memoria fotográfica para los lugares, y el gps de su teléfono móvil le ayudaba si tenía algún problema de localización.  Tocó al timbre ennegrecido y maltratado. Se abrió la puerta y subió.

-¡Víctor! –Marcos le recibió con los brazos abiertos- ¡Qué hay de tu vida!

-Menos mal que estás por aquí, Marquitos, porque la situación se me ha complicado un poco –respondió Víctor totalmente aliviado al ver a su compañero de carrera.

-¡Ejem! – una voz femenina, enervada, se escuchó justo detrás de ellos.

-¡Cariño! Ya has llegado –Marcos no podía disimular su sorpresa, y por qué no decirlo, su pánico- ¿Te acuerdas de Víctor?

- Sí, me acuerdo –dijo ella con un el mismo tono que se podría tener al aceptar un plato de comida que no te gusta en absoluto, pero que debes comértelo porque no hay otra cosa.

-Le he dicho que se quede a comer –dijo Marcos sonriendo y entrecerrando los ojos para evitar un golpe físico o psicológico.

-¿Dónde? ¿Aquí? Marcos, ¿podemos hablar un momento por favor? ¿Nos disculpas un minuto? –Víctor no llegó ni a entrar en la casa. Se quedó en el rellano de la escalera pensando en Nadia. Aquella chica de ojos azules, de apariencia escandinava que había conocido no hacía muchos años.

Los rayos de sol se reflejaban en la piel de Nadia. Era la única mujer en el mundo que podía destruir su sentido de la supervivencia, la que le devolvía a aquel estado de niño asustadizo. Fue justo gracias a aquel incidente cuando la conoció. Víctor continuó con sus estudios gracias al esfuerzo de sus padres. El sentimiento de culpabilidad les roía las entrañas y lucharon hasta agotar todas sus fuerzas para que su hijo, su único hijo, fuera alguien en la vida. La psicóloga, entre otras muchas cosas, le recomendó un tratamiento de choque para romper con el círculo de la ansiedad. Una actividad muy sencilla que consistía en ir a una feria y que él sólo se metiera en una de esas atracciones del túnel del terror.  Así, en cuanto superara unas cuantas veces esta dinámica posiblemente sería capaz de enfrentarse a situaciones de soledad mayor y de esta forma terminar con su cremiofobia. Pero su mal era más fuerte que él y que sus padres juntos. Solo la idea de subirse al vagón de la atracción sin compañía le hacía hiperventilarse, así que trataron de hacerlo poco a poco. No había momento del día que Víctor no estuviera solo, excepto cuando dormía, que tras despertarse sentía un momento de pánico que le obligaba a salir de la habitación en busca de sus padres.

Pasaron los años, y Víctor entró en la facultad. Con diecinueve años era un chico inocente que guardaba un gran secreto para sus compañeros y un gran problema frente a sus profesores, porque había un hándicap en la universidad: los exámenes orales y la consecuente “encerrona” que era la preparación de dichos exámenes en una sala, totalmente aislado. Debía pasar por aquello, así que una noche, antes de que todo el mundo descubriera su secreto y se destapara su cruel pasado, decidió ir a la feria para darse de bruces con su destino, para superarse a sí mismo una vez más. Iba él solo, pero la cantidad de gente que le envolvía  en aquella ruidosa feria le daba tranquilidad, hasta que llegó el momento de ir a la taquilla a por la entrada, cuando su pulso se aceleró hasta rozar las 120 pulsaciones por minuto. “Tranquilo, Víctor” se dijo a sí mismo, “esto está controlado, no va a pasar nada”. Poco a poco fue haciendo la cola para entrar en la atracción. Las gotas de sudor caían por su cuello, un sudor nervioso y frío como el de las reses que van al matadero. Era la mayor sensación de angustia que podía sentir un ser humano. Cuando se subió al vagón estaba empapado en sudor y tiritando. Era uno de esos vagones para dos personas con una barra de seguridad que evitaba que salieras corriendo. El hombre que dirigía la atracción le miró con cara de descrédito. “Pobre friki sin amigos” pensó aquel hombre cuya mayor facultad era controlar que la barra de seguridad estuviera bien sujeta una y otra vez, todos los días de su vida, hasta que la muerte lo separara de su trabajo. Cuando se puso en marcha la atracción Víctor comenzó otra vez a hiperventilarse. Tenía unas ganas irrefrenables de gritar  y salir de allí corriendo, pero era tarde, estaba atrapado. Una bruja de cartón-piedra, un maniquí convertido en hombre lobo, una niña del exorcista pintada en la pared. Cuando años después se acordaba de todo esto le entraba la risa, pero en aquel momento sólo quería llorar, y de hecho, la única forma que tuvo su cuerpo para expulsar toda la presión fue así: llorando. Lloró de rabia, de impotencia, lloró como cuando lloraba en aquel maldito armario oscuro, lloró como cuando se pierde a un ser querido, como cuando pierdes a un hermano, como cuando pierdes una parte de tu alma y en aquellas lágrimas de la ira, se fue diluyendo el principio de su miedo para transformarse después en perdón, porque en realidad eso era lo que necesitaba el alma de Víctor. Necesitaba perdonar para encontrar la paz, y pidió perdón por todo lo malo que había hecho y a su vez perdonó a todos los que le habían hecho daño alguna vez: a sus padres por dejarle con unos extraños, a los falsos “titos” por haberle destrozado la vida, a los niños del colegio por su crueldad, a sus amigos del instituto por haberle casi matado, a su psicóloga por haberle hecho revivir todo el dolor y a los profesores de la universidad por obligarse a enfrentarse a todo este maremoto de emociones encerrado en aquella atracción cutre de feria. Aún quedaba medio trayecto para salir de aquel túnel del terror y su meditación cuando el vagón se paró. Era algo inesperado, algo que no estaba planeado. Víctor no estaba preparado para aquello. Necesitaba salir de allí, necesitaba escapar. No podía ser. Notaba como su corazón latía cada vez más deprisa; estaba en peligro. Si no se ponía en funcionamiento la atracción se pondría a convulsionar y posiblemente volvería a repetirse la escena de los baños del instituto. Imaginaba cómo la dulce mano de la muerte se acercaba poco a poco para posarse sobre su cabeza, era inevitable. Y otra vez se puso a gimotear suplicando por su vida. La atracción no se movió. Todo estaba a oscuras y su pulso se aceleraba por momentos hasta que escuchó un “no tengas miedo, no es para tanto” a su lado. Víctor levantó la vista para enfrentarse a lo desconocido. De la nada había aparecido un ángel, o tal vez un espectro, de cabello rubio como el trigo maduro y ojos azules.

-¿Puedo subir? –le preguntó al hiperventilado universitario.

Víctor hizo un gesto con la cabeza de aprobación. No sabía si estaba ante un fantasma o una chica de verdad. Estaba aterrado y al mismo tiempo extasiado. No había visto nunca una chica como aquella. Era simplemente preciosa, una de esas bellezas que te hace perder la cabeza para siempre.

-Si no te gustan estos sitios ¿por qué te subes? Que ya eres mayorcito, hombre –Había cierto toque andaluz en su acento- nosotros nos colamos por aquel agujero, el tipo de la entrada no se entera de nada. Me llamo Nadia. ¿Tú cómo te llamas?

Víctor balbuceó su propio nombre, como una aseveración de que todavía estaba vivo, como una comprobación de que realmente estaba ganando esta batalla infernal.

-No tengas miedo chiquillo –y una sonrisa le iluminó en aquel vagón atorado en el túnel del terror, la meditación y el amor.

La puerta de la casa de Marcos se volvió a abrir para dejar paso a éste con cara de haber roto una vajilla entera sin darse cuenta.

-Esto… -Víctor, a pesar de saber que no debía hacerlo, esbozó una sonrisa. Había cosas que no cambiarían nunca, por mucho que uno luchara contra ellas, si es que lo había intentado su amigo alguna vez. Por su parte, todas las heridas estaban más que cicatrizadas-. No nos podemos quedar aquí- masculló Marcos metiéndose las manos en los bolsillos-. Tendremos que buscar una solución a tu problema, pero en otro lugar.

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