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miércoles, 3 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (III)

POR CARMEN JUAN ROMERO

Adela miró a Sofía como si quisiera decirle algo, quizá uno de esos comentarios tan naturales y tan suyos, un "¿tú eres idiota?" que no llegó a pronunciar. Devolvió la mirada arriba y dejó caer el cigarrillo, consumido ya. Sencillamente no podía ser, y sin embargo Ruth, que se había incorporado muy lentamente, como con miedo a que se repitiera algún ataque, rompió el silencio, su aliento agitado todavía, y empleó aquella voz solemne que sólo conseguía de forma inconsciente.

-  Es él.

Y con dos monosílabos las convenció de que aquello imposible estaba sucediendo. Sólo ella era capaz de hacer algo así, de obligarlas a creer con un par de palabras. Quizá se debiera a que era la más joven y también la más ilusa, a que conservaba casi intacta esa irracionalidad inocente de los niños chicos que ellas habían guardado en el último cajón de sus roperos. No había despegado los labios en todo el trayecto, y las demás sabían a qué se debía. Tenía miedo. Del mundo cambiante, de sus amigas suicidas y sobre todo de sí misma, que había caminado hasta allí callada, arrastrando los pies pero sin rechistar. Y lo había hecho porque creía deberles a las demás una fidelidad que ni siquiera las otras, las adultas, las de la vida resuelta a medias y las mentes amuebladas, se habían jurado jamás. Pero al fin y al cabo ella había entrado en el grupo de rebote, sin habérselo propuesto ni haber tenido tiempo para evitarlo.
Cuando Adela la trajo por primera vez al grupo parecía un pollito mojado y asustadizo. La joven había sido su profesora de Literatura española en la universidad, en calidad de becaria de investigación. Aquel primer día, Ruth se sentó en el borde del sillón, procurando ocupar el menor espacio posible. Temía equivocarse, decir algo fuera de lugar, quedar en evidencia ante un grupo de mujeres inteligentes que habían decidido aceptarla entre sus filas sin siquiera preguntar de dónde había salido. Adela había aprendido a la fuerza a seleccionar meticulosamente a quién abrir la puerta del círculo más cercano, y el resto supo de inmediato que con aquella alumna-lapa de segundo de carrera no había errado. Aunque llevaba ya un año con las chicas, todas ellas profesoras, seguía acobardándose de cuando en cuando, pero todavía no había cumplido los veintiuno, y fue, gracias a los posos de adolescencia inconsciente y kamikaze que la universidad aún no había limpiado, la primera en reaccionar ante el ataque verde del literato fantasma.

Caminó de puntillas entre los pedazos de macetero. Llevaba las sandalias manchadas de tierra húmeda y uno de los trozos de barro le había hecho una pequeña herida en el pie. Adela, repuesta del susto, le preguntó si se encontraba bien y ella asintió mientras se acercaba al portal para volver a llamar al timbre. Sofía oteó de nuevo el balcón de Amaya. Ya no había nadie. Fuera el poeta muerto novio de la infancia de su amiga o un simple fontanero peinado a la antigua, su cabeza flotante había desaparecido. 

-  Chicas, arriba. Ya no está. 

Ruth pulsó el botón de nuevo, con insistencia, y no dejó de hacerlo hasta que oyeron cómo alguien descolgaba el telefonillo. 

-  ¿Quién es? 

Se miraron perplejas. Amaya estaba en casa. Sofía y Ruth habían llegado a pensar que tal vez había entrado un ladrón, porque conocían a prácticamente todos sus amigos y no le habían reconocido. Ella no era, que dijéramos, una chica con mucho éxito entre los hombres, y lo máximo a lo que solía aspirar era a tomar café con ellos y hablar largo y tendido acerca de novelas viejas, difíciles de encontrar.

-    Abre, niña, somos nosotras. 

Subieron los cuatro pisos que las separaban de ella deprisa a pesar del mal estado de las escaleras, impacientes por desvelar el misterio del hombre con perilla. La propietaria de aquella ruina de piso nos esperaba con la puerta abierta y sonrió al vernos llegar. Amaya podía conmover a cualquiera que supiera leer la dulzura de sus sonrisas, pero lo cierto era que sus amigas no estaban para encandilamientos de ningún tipo. Adela esquivó el abrazo y entró sin saludarla, directa al balcón. 

-  ¿A qué vienen esas caras? –preguntó Amaya, extrañada. Era obvio por su expresión que realmente no tenía ni idea de a qué se debía tanto alboroto. Ruth la besó en la mejilla y pasó al recibidor mirando a todas partes -. ¿Qué les pasa? 

Sofía se limitó a devolverle la sonrisa que aún no había borrado del todo y a encogerse de hombros. Antes de que Amaya pudiera formular otra pregunta, oyeron a Adela gritar desde fuera.

-   Aquí no está.
-  ¿Quién?
- Bécquer –Amaya se giró asombrada hacia la benjamina, con las cejas tan levantadas que por un instante la pequeña Ruth pensó que más tarde tendría agujetas por el esfuerzo.
-   ¿Quién? Bécq… ¿Qué?
-   Gustavo Adolfo, el poeta. Bécquer. 

La resolución de Ruth helaba la sangre. Estaba tan seria y lo decía con tanta convicción que parecía factible que el escritor estuviera allí de verdad y que fuera a salir a saludarnos en cualquier momento. Sofía sacudió la cabeza al ver que Adela volvía al salón con las palmas hacia arriba y que Ruth continuaba plantada delante de nosotras, absolutamente segura de lo que acababa de decir.
 - Nos ha parecido verle asomado a tu balcón –intentó aclarar Sofía, y las palabras que salían de su boca se le antojaron ridículas ahora -. Cayó una maceta y… -señaló el pie sangrante de Ruth y ella levantó una mano para restarle importancia.
-   Pero ¿cómo iba a estar alguien muerto el siglo pasado en mi casa? ¿Os habéis vuelto locas? 
Alguien se movió al otro lado del pasillo. Una silueta de rizos despeinados caminó hasta el umbral del salón y les saludó con un tímido “hola” casi imperceptible. Llevaba las manos en los bolsillos y tenía la cabeza ladeada, como si estuviese presenciando una escena curiosa.
-   ¿Ah, no? ¿Y entonces este quién es?

2 comentarios:

  1. Esto acabará siendo un sueño de Anotnio Resines, ya lo veréis...

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  2. Anotnio, Antonio en inglés chapurreao :D

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