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miércoles, 24 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XIV)


 POR VÍCTOR FERNÁNDEZ MOLINA


Marcos y Víctor volvieron a salir al portal que daba a la calle para, una vez más, observar cómo su destino se escapaba con todas las respuestas.

-¿Fumas todavía? –le preguntó Víctor a su amigo.

-Solo cuando mi mujer no mira. –dijo muy seriamente, como si en sus palabras hubiera una sentencia de muerte que es ahogada por una rebelión interna.
Marcos sacó su paquete de tabaco escondido dentro del calzoncillo y le ofreció un cigarro. Víctor dudó. Meterse en la boca algo que había estado en contacto con el escroto de su amigo era algo que iba contra sus principios, pero estaba nervioso y se lo aceptó. Se fueron a un banco cercano al Mercado central. Estaba lleno de excrementos de pájaros pero con un poco de maña se pudieron sentar sin llenarse la ropa de manchas blancas y marrones. Allí se quedaron durante un tiempo. Mirando el soleado día en la ciudad de los edificios horribles, observando el ir y venir de la gente, cruzando alguna palabra de vez en cuando, pero sin intención de iniciar una conversación. Marcos sólo pensaba en el futuro, en lo que le esperaba al llegar a casa después de solventar el problema de su amigo. Las peleas iban en aumento día a día, y ella cada vez era más dominante. Apenas era capaz de recordar aquellos días en los que él había tenido voz y voto en su propia casa.

Víctor, por el contrario, pensaba en el pasado, en los meses posteriores a aquella noche en la feria.  Nadia había sido su bote salvavidas. Después de aquel día comenzaron a salir en la misma pandilla de amigos. Todos iban a la misma universidad, pero estudiaban carreras muy diferentes: historia, filología, empresariales, enfermería… Nadia estudiaba psicología. Era una nueva broma del destino. Desde el principio Víctor se sintió terriblemente atraído por ella. Su pelo, sus ojos, sus labios y su olor eran una constante provocación a los sentidos del muchacho que, a pesar de todo, no había salido del cascarón.  Nadia era la llave para comenzar una nueva vida, pero ella sólo le veía como un buen amigo, nada más. En realidad, ella no quería atarse a nadie. Era una mujer libre, escrito con mayúsculas, y deseaba seguir siéndolo de por vida. Las eternas noches de borracheras comenzaron a surgir en los meses posteriores. Víctor, día a día fue olvidando todos sus miedos, sus fobias y sus preocupaciones. Por primera vez en mucho tiempo todos sus objetivos se centraban en un solo punto: ser feliz. Pero aquella felicidad estaba anclada irremediablemente a una mujer que le trataba como si fuera su mascota.

-¿Sabes quien puede tener una habitación libre en su casa? – dijo súbitamente Marcos sacando a Víctor de su obnubilación.

-A ser posible gratis, Marquitos. Que estoy sin blanca. –respondió Víctor entrecerrando los ojos.

-Tenemos que ir a ver a Toni el del tanga azul. –dijo finalmente Marcos.

A Toni, o Toño como le llamaban algunos cuando querían hacerle rabiar, le habían puesto el sobrenombre de “el del tanga azul” para diferenciarlo de Toni “el pitufo”, otro amigo en común que salió del grupo que le presentó Nadia. Era una caterva de lo más variopinta la que la acompañaba siempre. Unos amigos de distintos orígenes y con distintas personalidades, pero con un único denominador común: conseguir tirarse algún día a Nadia. Víctor en realidad no había sido una excepción a la regla, y Marcos en un principio tampoco. Ella no era la única chica del grupo, pero sin lugar a dudas era la que más triunfaba. El problema era que ella sabía diferenciar muy bien entre amistad y amor. O al menos eso creía ella.

El paseo hasta la casa de Toni el del tanga azul era largo pero lleno de curiosidades por las que hacer un alto en el camino. Las tiendas chinas inundaban las calles del centro con sus aparatejos y sus telas de baja calidad. Junto a ellas siempre había un kebab o tal vez una cafetería llena de clientela masculina, velluda y anciana que miraba con recelo todo lo que ocurría a su alrededor. Víctor ya conocía esas calles, pero no paraba de sorprenderse de la cantidad de bares que proliferaban en Alicante. Parecía que aquí, si no se bebe no se podía vender nada. Incluso pasaron por una tienda de instrumentos que él recordaba desde hacía mucho tiempo, y en su lugar habían puesto un pub irlandés. Era, ciertamente, una ciudad de borrachos y finos.

La calle maestro Gaztambide estaba en cuesta. Subir aquella calle era una tarea bastante dificultosa. A mitad de camino, ambos ya estaban sudando como dos enclenques en un gimnasio. Poco a poco se iban desinflando. La inclinación de aquella calle maloliente era superior a la normal; casi parecía que llegaría un punto donde sería totalmente vertical. Pero la recompensa por subir aquel particular Everest podía ser su salvación, así que Víctor sacó las pocas fuerzas que le quedaban y continuó hasta llegar a su destino. Pararon delante de una tetería. Era un lugar curioso dentro del abanico de posibilidades hosteleras que se podían encontrar. Un sitio donde podías acostarte en una tarima enmoquetada y pedir un té o una infusión para relajarte. Justo enfrente, una incongruencia política se levantaba ante él. Un edificio antiguo donde había una placa conmemorativa de su construcción en los años sesenta albergaba la sede del partido comunista del país valencià. El problema era que en aquella placa estaba el símbolo de la falange. Era una de esas tonterías en las que sólo se fijaba Víctor, y no pudo aguantar esbozar una sonrisa que sólo servía para retroalimentar su propio ego.

Marcos se acercó al timbre de aquella contradicción edificada y tocó un botón negro a la altura del segundo piso.

-¿Quién es? – se oyó gritar desde arriba.

Los dos amigos alzaron la mirada al cielo, y allí en el balcón del segundo piso había un tipo moreno, flaco pero musculoso, sin camiseta y con una botella de litro de cerveza en la mano, posiblemente para tirársela a la cabeza de las visitas inoportunas.

-¡Toni! –gritó Víctor.

-¡Hostia, nene! ¡El Víctor y el Marcos! ¡Me cago en la puta! Pégale una patada a la puerta y subid –dijo Toni llevándose las manos a la cabeza y visiblemente contento.

Víctor hizo lo propio y de una patada suave abrió la puerta de aluminio que simulaba proteger ese bloque de viviendas. El portal, evidentemente, estaba destartalado. Había muchos azulejos rotos, los buzones estaban todos reventados literalmente y las paredes totalmente desconchadas por la humedad. En unos años, si nadie hacía nada para evitarlo podrían declarar perfectamente como ruinoso ese lugar y tirarlo para construir unos apartamentos de lujo: el otro gran negocio de esta ciudad.

Subieron las, de nuevo, empinadas escaleras y se encontraron en el rellano de la escalera a Toni “el del tanga azul” y a Mauro “el sucio” con los brazos abiertos.

-¡Me cago en la puta, Víctor! ¡Me cago en la gran puta! ¿Qué cojones haces aquí, pedazo de cabrón? –mientras decía esto se abrazaban con todas sus fuerzas y Toni le daba puñetazos dolorosos en la espalda a Víctor.- Pasad, joder, pasad. Vamos a tomarnos unas birras.

El piso era pequeño, sucio y desordenado. Una caja de cartón hacía las veces de soporte para una tele de plasma de cuarenta pulgadas conectada a una playstation, ambas de dudoso origen. El sofá parecía haber salido de un contenedor de basura por los descosidos y las manchas oscuras que lo poblaban. Por todas partes habían ceniceros con colillas de porros y una mesita de cristal con un montón de huellas centraban la estancia. Sin lugar a dudas, el balcón era la mejor parte de la casa. Era una especie de antítesis del de su prima Amaya, tan arreglado y modernista, este en cambio parecía un estercolero. La única flor que había era una maceta con una radiante planta de marihuana que Toni se encargaba de mimar todos los días para que creciera fuerte y como él decía “picante”. Cuanto más “picante” era la planta, más risa hacía.

Se sentaron en el infecto sofá los cuatro con una cerveza fría en la mano. Toni automáticamente sacó el papel de fumar y se lió en unos segundos un porro sin mirar. Era un artista cannábico.

-¿Qué hay de vuestras vidas, hijos de puta? –cambió de registro para adaptarse a la nueva situación.

-Puffff. –Toni se llevó las manos a la cabeza- Una movida, tío. Resulta que a la pava se le fue la chola y me tiró de casa la muy guarra, todo porque me pilló con dos cerdas en el sobre y decía que no le molaba mi rollo.

Víctor trato de hacer el mayor esfuerzo de su vida para comprender lo que decía su amigo. Había olvidado lo difícil que era tener una conversación normal con Toni el del tanga azul. En realidad siempre le había sorprendido cómo una persona como él había llegado a matricularse en una carrera, si ni tan siquiera era capaz de hablar como si no estuviera tarado. Comprendía lo de “la pava”, “la chola” y “lo del rollo”, pero lo de “dos cerdas en el sobre” era demasiado con él.

-Vaya tela, colega –dijo finalmente Víctor para que todos pensaran que seguía la conversación perfectamente mientras Toni le pasaba el porro candente para darle un par de caladas. El sabor era fuerte. Era de los picantes. Era demasiado humo para una sola mañana, pero tendía que pasar por aquello para salirse con la suya. Casi se atraganta, e incluso notó una baja de tensión inmediata, pero nada que no pudiera controlar por el momento. – Pues a mí me ha pasado algo igual. Mi prima me ha largado de su casa, y necesito un sitio porque me quedo por aquí unos meses.
-¡Hostia! ¿Necesitas una choza? ¡Quédate con nosotros! ¡Aquí tienes tu casa! –interrumpió Mauro “el sucio” dándose golpes en el pecho para reafirmar que aquello que decía lo decía de corazón

-Pero tíos, estoy sin un puto duro. No puedo pagar alquiler. –se apresuró a aclarar Víctor.

-¡No te preocupes! –dijo riendo Toni- ¡Nosotros tampoco, colega!

Todos rieron a carcajadas. Incluso Marcos que se había quedado encajado con cara de poker entre Mauro y Víctor.  En realidad, Marcos echaba de menos aquellos días en los que tenía cierta libertad para ir con sus amigos. Odiaba las resacas y las borracheras continuas del ritmo de vida que llevaba la pandilla, pero le encantaba reír, algo que hacía tiempo que no sucedía.

-Vamos a hacernos unas lonchas para celebrarlo –dijo Mauro sacando una pequeña bolsita blanca con un alambre.- esta farlopa es la hostia.

-¡Hazlas gordicas esta vez, copón! Pero saca el espejo de los invitados, ¡coño! Que te lo tengo que decir todo. –le gritó Toni.

Mauro fue a su habitación y sacó un cuadro de espejo con una imagen de Jesucristo crucificado. Lo puso sobre la mesa de cristal y comenzó a hacer las rayas alrededor del cuerpo de la desafortunada figura. Eran unas rayas consistentes, de unos 50 milímetros de grosor. El polvo blanco se quedaba pegado en la tarjeta de crédito de una tal Adela. Víctor pensó por un momento en la amiga borde de su prima.

-Joder ¿No os da palo hacerlo ahí? –preguntó Marcos sorprendido al ver tal escena

-¡Que va, tío! Si de tanto olerle el sobaco ya somos colegas y todo – volvió a reír a carcajadas Toni, que a pesar de todo, pensaba que aquello era cierto –No, en serio. Cristo te ama colega. Prefiero meterme una loncha con él, como un amigo más, que no a escondidas como si no le quisiera.

-¡Cristo es la polla! – soltó de repente Mauro que estaba concentrado haciendo delineación narcótica en el espejo sagrado.

Marcos miró a Víctor, que sonreía como un bobo sonríe delante de la televisión. Le daba igual las implicaciones morales que allí estaban ocurriendo. Estaba con sus amigos, tenía un techo donde dormir y posiblemente lo que le quedara de estancia en Alicante la pasaría anestesiado por las drogas y el alcohol. En cierta manera, era a lo que estaba acostumbrado. Él y Nadia solían irse con todo el grupo de bar en bar, de discoteca en discoteca hasta que su cuerpo no podía más. Era un salto mortal al vacío de la intoxicación que no podía dejar de hacer. Ella le arrastraba. Cuando estaban solos, totalmente etílicos, se contaban secretos, vivencias, sentimientos. Ella sabía que Víctor estaba totalmente enamorado de ella, y sabía que ese amor no era algo pasajero. Nadia sabía que en sus manos estaban todos los sentimientos de aquel pobre chaval. Su vida entera él le habría dado. Pero ella prefería tenerlo como un buen amigo, como un confidente de sus aventuras sexuales. En realidad se complementaban, ella la dominatriz y él el dominado. Hasta que una noche todo cambió, una terrible noche que destrozó todos los planes de Nadia, toda la estabilidad de su vida de libertad, cuando Víctor no pudo más y se presentó en su casa llorando y con un cuchillo en la mano.

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