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lunes, 24 de enero de 2011

Marcharse y aguantar

        Por un lado, soy de las que siempre se marchan. Me alejo porque me da miedo que la gente me piense tal y como soy, que puedan verme cada día, sin más. Entonces, cuando noto la rutina y la normalidad en los ojos de los otros, me voy lejos para ser un recuerdo. Por otro lado, y del mismo modo, me percato del peligro que supone regresar cuando ya he estado fuera cierto tiempo. Porque también es muy duro ser una nostalgia, una imagen, una idea... A veces me aterra aparecer de nuevo en la vida de alguien, porque sé que el simple hecho de materializarme hace que se pierda parte de mi encanto, de la magia que ha quedado entre nosotros, de lo que los demás sienten por mí. Aunque, quizá, es porque en el fondo creo que soy mucho mejor como ficción. No consigo explicarme el por qué de esta extraña tendencia de todos a imaginarme. Ellos me construyen, me organizan, me clasifican y, al final, paso a ser un ente, un pensamiento de mí misma. Por supuesto, mucho mejor que yo. Si es que... ya lo dijo Platón.

Asignatura pendiente

   Aquella mañana abrió los ojos demasiado temprano, y por ello no quiso salir de la cama hasta que la luz del día hubiera inundado toda la estancia en la que había despertado. Disfrutó aquella sensación mediodurmiente mientras transcurría lento el tiempo entre las sábanas tibias. No era aquella su habitación, pero a base de rutinas no le resultaba ya del todo extraño el pernoctar en un lado distinto a menudo. Agarró con fuerza el suave edredón de plumas y se tapó hasta la nariz, ocultando la boca y apretando con fuerza su cara contra la almohada, como cuando era niña y su madre le instaba a gritos que se levantara, que iba a llegar tarde a la escuela.
   Sin embargo, aquella mañana no había razones para fingir que seguía dormida o para no querer escuchar, pues no había ruidos ni mamá que la llamara ni olor a café que la animara. Miró el reloj y se dio cuenta de que si no se metía en esos momentos en la ducha, no llegaría a tiempo. Afortunadamente, tenía la ropa que había decidido ponerse preparada en la silla a los pies de la cama. Le dio risa al pensar que repetía algunas cosas de las que había hecho su madre algunos años atrás, casi sin pensarlo. Era curioso saber que estaba completamente sola y que, aún así, su modo de vida apenas había cambiado - y  si lo había hecho, era seguro para peor- en cuestiones domésticas. Saltó de la cama y, sumergida en el silencio que la acompañaba, se preparó para salir a su nueva vida.
   Le pareció graciosa la situación. De nuevo tenía que ir a la escuela, a su edad. Con casi treinta años volvía a rodarse de los libros, de los cuadernos, los bolígrafos que siempre manchaban los dedos y los estuches de colores. Pensaba que tenía que recuperar algunas "pendientes", pero no le faltaban las ganas. Tenía mucha ilusión por conocer a sus nuevos compañeros. Pensó que lo mejor para presentarse a sí misma aquel primer día de clases, sería hacerlo con una franca y grande sonrisa. Y es que tenía motivos para sonreír. Al fin y al cabo, volvían nostálgicos los recuerdos adolescentes -con la ventaja de ser una adulta y saber lo que le esperaba-; los pasillos llenos de aulas y alumnos ruidosos; la pícara conserje vigilando para que nadie se pase de la raya. La delató una mirada feliz dentro del reflejo de su espejo, como cuando te acuerdas de una travesura, alguna de esas que hacía tiempo que no hacía.
   Se había convertido en una maestra.

jueves, 20 de enero de 2011

Espacio relativo

 Siempre han existido cosas que no somos capaces de descrifrar. Por qué somos nosotros los que disfrutamos de este planeta y no otra especie mucho mejor, por qué a pesar de que conocemos el pasado seguimos repitiendo los mismos errores o por qué es tan difícil hacerse entender cuando más necesitas que alguien te comprenda. Pero, de todos los grandes misterios con los que me he topado, creo que el que jamás resolveré es el por qué, teniendo un piso de más de cien metros cuadrados, siempre me siento en un mínimo rinconcito del sofá, con las piernas encogidas, como si pretendiera no molestar a nadie, cuando en realidad estoy completamente sola. Supongo que tu ausencia ocupa demasiado espacio... y yo apenas quepo en él.

miércoles, 19 de enero de 2011

Poética del espejo

  A veces soy yo, pero en realidad soy todas. Soy todas, soy yo, soy dualidad. El binomio imperfecto, dos partes opuestas y complementarias, la cara y la cruz de una moneda que cambia de valor según el tiempo y el lugar. Soy ella, soy dos, soy yo; una mujer.
Todas tenemos otro yo. Todas somos dos. La que alumbra al que llega a la vida y la que oscurece la vida al que abandona en el amor. Somos la otra, la única, el tópico, la alegoría, la que se queda y la que se marcha; sabemos que para el hombre siempre aparecerá otra “ella” que se parece a ella. Y se lo perdonamos.
Yo – ellas, nosotras– tengo mi propio "yo", idéntico a mí. Una que sonríe con mi boca, mira con mis ojos, maquilla mi rostro y peina con mis dedos mis cabellos –algunas lo llaman disfrazarse–, aunque nunca me toca. Es fría, distante; está del otro lado del espejo.
Siempre he estado allí. Siempre lo hemos estado todas. Por eso la historia del arte nos recuerda las imágenes de otras “yo” pasadas, otras “nosotras” que también estuvieron al otro lado de la imagen o que eran propiamente la imagen. Algunos críticos incluso quisieron basarse en esta bipolaridad traída de la naturaleza femenina para afirmar que, en el fondo, estamos todas locas.
Y es que todas –por tanto yo– nos miramos en el espejo. Lo hacemos porque no somos el hombre –él es un espejo en sí mismo, no necesita conocer su reflejo–. Intentamos hacernos daño cuando nos mostramos ante el cristal, porque nunca nos sentimos satisfechas con lo que vemos. Ella –o nosotras, o yo misma­– nos asomamos desde el otro lado simplemente para regodearnos en el horror, en la tristeza y en la autocompasión o autodesprecio, que viene a ser lo mismo.
El espejo nos devuelve una realidad que no nos gusta, perpetuamente mejorable, y la enfrentamos una y otra vez porque padecemos el deber moral de sentirnos doblemente ­–nuestra otra “yo”, nosotras, todas de un lado y del otro–. Sin embargo, esta acción repetida a lo largo de los siglos también tiene su lado positivo; porque ponernos ante un espejo, como en toda dualidad, es completarnos un poco; conocernos mejor.
La visión nos duele, sí, pero, de forma natural, es imposible dejar de exhibirnos, de lastimarnos nuevamente delante de nuestra otra mitad. Este hecho inequívoco resulta cotidiano en una mujer normal; ninguna puede resistirse a que ella o yo, o todas– nos mire y nos revele nuestros más evidentes o íntimos defectos.
Nos encantan los espejos hasta cuando nos insultan. El mío –el de ella, el de todas– me cuenta verdaderas barbaridades y, tal vez, por eso vuelvo cada día y me sitúo delante de él, me visto y me maquillo –me disfrazo­–, esperando gustarle alguna vez.
Pero conozco el círculo donde me hallo atrapada; sé que siempre me escupirá en silencio aquello que soy como pura imperfección, y yo –que soy todas–, siempre volveré, una y otra vez sin pensarlo siquiera, sin tener muy claro en qué lado del espejo estoy.

domingo, 16 de enero de 2011

Insomne maldita; Maldita insomne

Con todas las noches
que lleva sin dormir,
no le extraña nada
que no se cumplan
sus sueños, porque,
a menudo,
ya no los recuerda.

martes, 11 de enero de 2011

Inevitable

 Sucedió, como suelen ocurrir las grandes catástrofes, en silencio y a media luz. Nadie fue testigo de aquella ruptura ni de lo que allá se dijera. Sin embargo, mis lágrimas parecían disolverse en el ambiente extraño de la habitación, transformada en un perpetuo océano verde,  negro, rojo, amarillo y siempre salado.
 Hasta entonces no había usado las palabras, no había tenido el suficiente valor como para hacerlo. No había dicho nada, ni siquiera me había atrevido a escribir una simple carta. Y ahora estaba dispuesta a suplicar, a arrastrarme, a amarrarme a cualquier débil esperanza que se me otorgara, por pena, piedad, compasión... qué más daba. Estaba dispuesta a colgar, como la funambulista que, en el fondo, siempre he sido, del más delgado y frágil hilo por el resto de mis días.
 Penosa resultaba aquella imagen en la que me derrumbé por última vez, suplicando a gritos que no me abandonara. "Quédate" imploraba. "No me dejes, no me dejes" lloraba patéticamente. Aunque yo sabía que era tarde, siempre había sabido que este abandono permanente era algo inevitable; que jamás lograría recuperar la cordura, hundida a la deriva de un océano verde, negro, rojo, amarillo y salado, por siempre.

domingo, 2 de enero de 2011

Fin del trayecto

Aquel día manejaba ella, simplemente porque estaba nerviosa. Parece una contradicción, pero tiene todo el sentido del mundo para alguien que se relaja manejando -no como yo, que tengo que recorrer decenas de kilómetros cada día para ir y venir del trabajo y no quiero ni oír hablar de agarrar el coche para nada-. La noche fría de invierno, tiznada de niebla de vez en cuando invitaba a quedarse en casa, desde luego, pero ella había insistido en que necesitaba escapar del departamento, de las llamadas para recibir visitas, los compromisos, de la rutina... incluso de su ordinaria vida.
Decidimos, a pesar de que ya había surgido la primera bronca en casa, irnos a cenar fuera y, tal vez, luego a tomar una copa, bailar, tal y como habíamos hecho algunos años atrás. Realmente ella necesitaba un cambio, la había consumido una sucesión invariable y permanente de los días, que la estaban enfermando de los nervios. Mientras el plan salía de sus labios, como queriendo lograr una reconciliación especial, a mí todo aquello me sonaba trementamente lejano, casi desconocido.
Ascendimos por el breve puerto de montaña que separaba al pueblo de la gran ciudad. Cuando pasamos la primera curva, ella comenzó a hablar un tanto alterada:
- Sabes, querido, creo que lo nuestro no puede llegar a ningún lado. Lo he estado pensando durante mucho tiempo... -noté que al cambiar de marcha, le temblaban un poco las manos- diría que muchos meses. Le he dado vueltas porque quiero llegar a una solución definitiva. Yo no quiero estar colgada de las pastillas esas que me recetan, estoy cansada de tener treinta y cinco años y ser una vieja insorpotable. -Suspiró profundamente, como queriendo liberarse por fin de unas dolorosas cadenas-. Y es que estamos estancados... desbancados totalmente de lo que se entiende como una relación normal.
Me quedé callado. La verdad es que no me esperaba aquello, tal vez unos minutos antes, mientras dicutíamos sí, pero ella no había dicho nada de aquello entonces y ahora no pintaba nada, carecía de todo el sentido. Supuse que, una vez más, pretendía culparme a mí de todo y que esto era tan sólo el comienzo. Sin embargo, no había comprendido lo último, porque, precisamente, lo que ella no soportaba era tanta "normalidad" entre nosotros. Muchas veces la había oído quejarse de estar "atrapada en la mediocridad", algo que no había planeado para lograr su felicidad en absoluto. No pude pronunciar palabra, porque, además de no estar preparado ni tener una respuesta a una evidencia como la que acababa de escuchar, además, estaba aterrado. Ella había comenzado a acelerar en plena curva y había dado un volantazo salvaje, que había sacudido violentamente el vehículo, llegando a desestabilizarlo por un momento. No recuerdo mucho más, sólo que me quedé paralizado, y que hubiera firmado mil divorcios y le habría dejado todo, la casa, el coche, el perro, hasta mi ropa y todo aquello que pudiera pertenecerme, con tal de que me hubiera permitido bajar del coche entonces.
Se apagaron las débiles luces de las últimas fábricas, que habían quedado atrás, tras la última curva. Yo seguía sin pronunciar palabra, me quedé enterrado en un estúpido e invencible silencio. Como si me hubiera comido la lengua el gato; nada. Ella tampoco continuó. A pesar de que no la miraba directamente, tenía la certeza de que estaba tranquila, relajada, de que lo peor ya había pasado. Había hecho lo que tenía que hacer, según su modo de ver las cosas y ahora todo estaba bien para ella. Una música lejana, de repente, llamó mi atención. No me había percatado hasta entonces, pero habíamos tenido la radio conectada todo el tiempo. Supongo que me di cuenta de ella porque comenzó a sonar, precisamente, nuestra canción; una estúpida balada que se había puesto de moda justo por el tiempo en que nos dábamos los primeros besos y buscábamos furtivamente las caricias debajo de la mesa, a escondidas de los demás amigos. Apenas podía rememorar aquella época, que se difuminaba al igual que la niebla, que cada vez parecía más ligera, de un suave tono grisáceo o tal vez azulado.
Era nuestra canción, una que hablaba del amor, de siempre estaré aquí para ti aunque tú te hayas marchado, una de no me importa lo que tardes en regresar, que aquí me quedo para esperarte hasta que tú quieras. Puras mentiras. Yo sabía que esas cosas no existían en la vida real, que si te marchabas, olvídate de intentar volver porque habías perdido el tren para siempre. Pensé en un tren que se alejaba, que nos envolvía a los dos en humo y que se marchaba dejando a uno de los dos parado en el andén. No puedo recordar bien cuál de los dos era el que se marchaba, aunque deseaba profundamente ser yo el que estuviera sentado en el asiento. Podía escuchar perfectamente el ruido de la locomotora, los raíles siendo atravesados por la pesada máquina y los vagones enganchados, uno a uno, sobre mi cabeza. La canción llegaba a su fin y aún no habíamos finalizado aquel eterno trayecto, uno que no llevaba a ningún lado, uno que terminaba en el final mismo de toda nuestra historia... ¿Dónde me estaba llevando esto realmente?
 Recordé los buenos tiempos, porque también los hubo, los abrazos, los besos, los bailes, las fiestas y las sorpresas... regresó a mi memoria su rostro feliz y lleno de dicha, hermoso, un rostro que me sonreía sólo a mí, que me susurraba tiernas palabras al oído, palabras de amor. Aquel torrente de la memoria me trajo un calor extraño al pecho, una sensación que me trajo paz, que me dio a entender de que todo iría bien al fin y al cabo. Sólo un sonido logró interrumpir mi recuerdo y, por tanto, aquel largo viaje, que finalizaba.
Por fin llegaban las ambulancias para auxiliarnos, allá abajo en el precipicio, justo después de una terrible curva.