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domingo, 2 de enero de 2011

Fin del trayecto

Aquel día manejaba ella, simplemente porque estaba nerviosa. Parece una contradicción, pero tiene todo el sentido del mundo para alguien que se relaja manejando -no como yo, que tengo que recorrer decenas de kilómetros cada día para ir y venir del trabajo y no quiero ni oír hablar de agarrar el coche para nada-. La noche fría de invierno, tiznada de niebla de vez en cuando invitaba a quedarse en casa, desde luego, pero ella había insistido en que necesitaba escapar del departamento, de las llamadas para recibir visitas, los compromisos, de la rutina... incluso de su ordinaria vida.
Decidimos, a pesar de que ya había surgido la primera bronca en casa, irnos a cenar fuera y, tal vez, luego a tomar una copa, bailar, tal y como habíamos hecho algunos años atrás. Realmente ella necesitaba un cambio, la había consumido una sucesión invariable y permanente de los días, que la estaban enfermando de los nervios. Mientras el plan salía de sus labios, como queriendo lograr una reconciliación especial, a mí todo aquello me sonaba trementamente lejano, casi desconocido.
Ascendimos por el breve puerto de montaña que separaba al pueblo de la gran ciudad. Cuando pasamos la primera curva, ella comenzó a hablar un tanto alterada:
- Sabes, querido, creo que lo nuestro no puede llegar a ningún lado. Lo he estado pensando durante mucho tiempo... -noté que al cambiar de marcha, le temblaban un poco las manos- diría que muchos meses. Le he dado vueltas porque quiero llegar a una solución definitiva. Yo no quiero estar colgada de las pastillas esas que me recetan, estoy cansada de tener treinta y cinco años y ser una vieja insorpotable. -Suspiró profundamente, como queriendo liberarse por fin de unas dolorosas cadenas-. Y es que estamos estancados... desbancados totalmente de lo que se entiende como una relación normal.
Me quedé callado. La verdad es que no me esperaba aquello, tal vez unos minutos antes, mientras dicutíamos sí, pero ella no había dicho nada de aquello entonces y ahora no pintaba nada, carecía de todo el sentido. Supuse que, una vez más, pretendía culparme a mí de todo y que esto era tan sólo el comienzo. Sin embargo, no había comprendido lo último, porque, precisamente, lo que ella no soportaba era tanta "normalidad" entre nosotros. Muchas veces la había oído quejarse de estar "atrapada en la mediocridad", algo que no había planeado para lograr su felicidad en absoluto. No pude pronunciar palabra, porque, además de no estar preparado ni tener una respuesta a una evidencia como la que acababa de escuchar, además, estaba aterrado. Ella había comenzado a acelerar en plena curva y había dado un volantazo salvaje, que había sacudido violentamente el vehículo, llegando a desestabilizarlo por un momento. No recuerdo mucho más, sólo que me quedé paralizado, y que hubiera firmado mil divorcios y le habría dejado todo, la casa, el coche, el perro, hasta mi ropa y todo aquello que pudiera pertenecerme, con tal de que me hubiera permitido bajar del coche entonces.
Se apagaron las débiles luces de las últimas fábricas, que habían quedado atrás, tras la última curva. Yo seguía sin pronunciar palabra, me quedé enterrado en un estúpido e invencible silencio. Como si me hubiera comido la lengua el gato; nada. Ella tampoco continuó. A pesar de que no la miraba directamente, tenía la certeza de que estaba tranquila, relajada, de que lo peor ya había pasado. Había hecho lo que tenía que hacer, según su modo de ver las cosas y ahora todo estaba bien para ella. Una música lejana, de repente, llamó mi atención. No me había percatado hasta entonces, pero habíamos tenido la radio conectada todo el tiempo. Supongo que me di cuenta de ella porque comenzó a sonar, precisamente, nuestra canción; una estúpida balada que se había puesto de moda justo por el tiempo en que nos dábamos los primeros besos y buscábamos furtivamente las caricias debajo de la mesa, a escondidas de los demás amigos. Apenas podía rememorar aquella época, que se difuminaba al igual que la niebla, que cada vez parecía más ligera, de un suave tono grisáceo o tal vez azulado.
Era nuestra canción, una que hablaba del amor, de siempre estaré aquí para ti aunque tú te hayas marchado, una de no me importa lo que tardes en regresar, que aquí me quedo para esperarte hasta que tú quieras. Puras mentiras. Yo sabía que esas cosas no existían en la vida real, que si te marchabas, olvídate de intentar volver porque habías perdido el tren para siempre. Pensé en un tren que se alejaba, que nos envolvía a los dos en humo y que se marchaba dejando a uno de los dos parado en el andén. No puedo recordar bien cuál de los dos era el que se marchaba, aunque deseaba profundamente ser yo el que estuviera sentado en el asiento. Podía escuchar perfectamente el ruido de la locomotora, los raíles siendo atravesados por la pesada máquina y los vagones enganchados, uno a uno, sobre mi cabeza. La canción llegaba a su fin y aún no habíamos finalizado aquel eterno trayecto, uno que no llevaba a ningún lado, uno que terminaba en el final mismo de toda nuestra historia... ¿Dónde me estaba llevando esto realmente?
 Recordé los buenos tiempos, porque también los hubo, los abrazos, los besos, los bailes, las fiestas y las sorpresas... regresó a mi memoria su rostro feliz y lleno de dicha, hermoso, un rostro que me sonreía sólo a mí, que me susurraba tiernas palabras al oído, palabras de amor. Aquel torrente de la memoria me trajo un calor extraño al pecho, una sensación que me trajo paz, que me dio a entender de que todo iría bien al fin y al cabo. Sólo un sonido logró interrumpir mi recuerdo y, por tanto, aquel largo viaje, que finalizaba.
Por fin llegaban las ambulancias para auxiliarnos, allá abajo en el precipicio, justo después de una terrible curva.

1 comentario:

  1. Conducir en pleno ataque de histeria es más peligroso que haber bebido mucho, muchísimo tequila. Eso es algo que tus personajes ya deberían saber...
    Ojalá salgan del hospital por separado: será lo mejor.

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