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miércoles, 19 de enero de 2011

Poética del espejo

  A veces soy yo, pero en realidad soy todas. Soy todas, soy yo, soy dualidad. El binomio imperfecto, dos partes opuestas y complementarias, la cara y la cruz de una moneda que cambia de valor según el tiempo y el lugar. Soy ella, soy dos, soy yo; una mujer.
Todas tenemos otro yo. Todas somos dos. La que alumbra al que llega a la vida y la que oscurece la vida al que abandona en el amor. Somos la otra, la única, el tópico, la alegoría, la que se queda y la que se marcha; sabemos que para el hombre siempre aparecerá otra “ella” que se parece a ella. Y se lo perdonamos.
Yo – ellas, nosotras– tengo mi propio "yo", idéntico a mí. Una que sonríe con mi boca, mira con mis ojos, maquilla mi rostro y peina con mis dedos mis cabellos –algunas lo llaman disfrazarse–, aunque nunca me toca. Es fría, distante; está del otro lado del espejo.
Siempre he estado allí. Siempre lo hemos estado todas. Por eso la historia del arte nos recuerda las imágenes de otras “yo” pasadas, otras “nosotras” que también estuvieron al otro lado de la imagen o que eran propiamente la imagen. Algunos críticos incluso quisieron basarse en esta bipolaridad traída de la naturaleza femenina para afirmar que, en el fondo, estamos todas locas.
Y es que todas –por tanto yo– nos miramos en el espejo. Lo hacemos porque no somos el hombre –él es un espejo en sí mismo, no necesita conocer su reflejo–. Intentamos hacernos daño cuando nos mostramos ante el cristal, porque nunca nos sentimos satisfechas con lo que vemos. Ella –o nosotras, o yo misma­– nos asomamos desde el otro lado simplemente para regodearnos en el horror, en la tristeza y en la autocompasión o autodesprecio, que viene a ser lo mismo.
El espejo nos devuelve una realidad que no nos gusta, perpetuamente mejorable, y la enfrentamos una y otra vez porque padecemos el deber moral de sentirnos doblemente ­–nuestra otra “yo”, nosotras, todas de un lado y del otro–. Sin embargo, esta acción repetida a lo largo de los siglos también tiene su lado positivo; porque ponernos ante un espejo, como en toda dualidad, es completarnos un poco; conocernos mejor.
La visión nos duele, sí, pero, de forma natural, es imposible dejar de exhibirnos, de lastimarnos nuevamente delante de nuestra otra mitad. Este hecho inequívoco resulta cotidiano en una mujer normal; ninguna puede resistirse a que ella o yo, o todas– nos mire y nos revele nuestros más evidentes o íntimos defectos.
Nos encantan los espejos hasta cuando nos insultan. El mío –el de ella, el de todas– me cuenta verdaderas barbaridades y, tal vez, por eso vuelvo cada día y me sitúo delante de él, me visto y me maquillo –me disfrazo­–, esperando gustarle alguna vez.
Pero conozco el círculo donde me hallo atrapada; sé que siempre me escupirá en silencio aquello que soy como pura imperfección, y yo –que soy todas–, siempre volveré, una y otra vez sin pensarlo siquiera, sin tener muy claro en qué lado del espejo estoy.

1 comentario:

  1. ¿Podría alguien haberlo expresado mejor?
    No te disculpes porque es un no rotundo. NO me gusta. Me encanta.

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