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jueves, 26 de abril de 2012

Escribir (te)

Quisiera escribirte,
contar sobre tu piel
las noches de luna llena
en la que nos hirió
la buena suerte.
Inventar nuevas palabras
sobre tu cuerpo,
contando que ahora
te muestras
tal y como eres,
desnuda al amanecer.
Quisiera extender versos
hasta que no quede
un sólo hueco de ti
en el que no haya
estado mi pluma,
cargando de tinta
tus lunares,
relatándote entera,
de la cabeza a los pies.

domingo, 8 de abril de 2012

Las reglas del juego


Se acercaban las cinco de la tarde de un día señalado desde hacía meses en el calendario. Cada 20 de abril los chicos nos reuníamos para jugar un partido de béisbol. Sólo nos reuníamos en esa ocasión extremadamente especial: era como un rito. Aquel año era el primero que acudía después de haber sido padre, supongo que fue por lo que la noche anterior no había podido dormir. Me quedé tumbado en la cama sin dejar de sentir aquel escalofrío que a menudo me había acompañado en la oscuridad en otras ocasiones; sin embargo, aquella noche además se añadía una especie de aterradora nostalgia. Aunque me planteé la posibilidad de poner a mi familia como excusa o inventarme alguna enfermedad pasajera, sabía que el partido estaba planeado y que ya no había marcha atrás, que pronto me encontraría con los muchachos.
Después de la jornada, salí de la fábrica sin apenas despedirme de nadie y subí al coche para dirigirme directamente al campo de juegos junto al viejo colegio. De repente, una vez dentro y con el cinturón abrochado, mis escalofríos volvieron a invadirme y me quedé sentado frente al volante, quieto y dudando por un momento en si debía insistir en aquellas reuniones que formaban más parte de mi pasado que de mi presente. Todavía no sé qué fue lo que me empujó a arrancar y pisar el acelerador, a no querer llegar tarde a nuestra cita; en el fondo ya no tenía sentido ninguno de mis actos.  
Cuando llegué al lugar indicado, algunos ya estaban reunidos en círculo, como cuando el entrenador nos daba las indicaciones antes de algún partido importante; estaban esperándome, y al encontrarme con sus miradas, sentí que ellos en ningún momento se habían planteado huir de aquel encuentro, tal y como me había ocurrido a mí hacía apenas unos minutos. A pesar de que ya no éramos aquellos niños, al contemplar a mis antiguos compañeros, comprendí que el tiempo apenas los había cambiado por fuera; seguían siendo jóvenes, atléticos, con aquellas miradas frías y fuertes, seguros de lo que era correcto, de cumplir las reglas del juego que marcamos una vez y juramos con la sangre provocada del pinchazo en las yemas de nuestros dedos índices. Lo primero eran las reglas del juego; estaban por encima de cada uno de nosotros. Todo un ritual pagano que al volver a mis recuerdos consiguió arrancarme una leve sonrisa.
Sin embargo, y pese a cualquier duda que pudiera sentir, aquella tarde quedamos de nuevo. Todos menos uno.  Un año más. Acudimos desde distintos lugares de la provincia para volver a jugar al béisbol, como hiciéramos antaño. Cargado con los viejos accesorios del equipo –grabados aún con el nombre del colegio–,  me sentí viajero del tiempo, aún sin malicia, todavía sin mancha. Ahora jugaríamos, una vez más, unidos y puede que hasta felices.
Cuando estuvimos todos frente a frente, sin mediar palabra, nos miramos para darnos cuenta de que, efectivamente, algo había cambiado sin remedio y que era del todo imposible volver a los días inocentes de la niñez. Faltaba un compañero. Comenzamos a jugar sin comentarlo porque no era necesario. Qué hubiéramos podido preguntarnos o decirnos a esas alturas de nuestra historia compartida, si cada uno de nosotros todavía recordaba el enfado el día después del gran partido de final de temporada. La última temporada. Carlos cayó al suelo con un torpe e inoportuno tropiezo –se había pisado el cordón de la zapatilla, había dicho disculpándose– y todos habíamos perdido el último campeonato nacional.
Cómo ibamos a olvidar aquella terrible falta de nuestro compañero. “Estar siempre bien preparado y no fallar nunca a los demás” era una de las principales reglas del juego. Cómo dejar de escuchar los gritos cuando quedamos para entrenar la tarde siguiente, la rabia, las ganas de dar al  traidor su merecido, los bates chocando contra el suelo, el sentimiento de traición, la sed de sangre, la sentencia de los miembros del equipo y, al final, el macabro y sutil sonido del cráneo de Carlos, rompiéndose por el impacto de la madera maciza.

Golpe de estado

Comenzaron quemando las banderas y pronto vieron que, destruyéndolas a ellas, arrasaban también con la identidad, con la cultura, con las esperanzas, con una comunidad y con sus valores patrióticos. Por esta razón, siguieron quemando y destruyendo los edificios que se coronaban con esas banderas, las casas y coches oficiales o plazas que las lucieran, porque así mayor era la extensión del daño que causaban. 
Lamentablemente, no tardaron demasiado en darse cuenta de lo fácil que era envolver a una persona en una bandera.