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viernes, 29 de julio de 2011

El tiempo de la libélula (I)

 POR CONNIE MARCHANTE


Capítulo I

 
Aquel caluroso día de comienzos de agosto se retransmitió por radio y televisión la noticia que recogía la decisión del presidente del gobierno de adelantar las elecciones generales, reduciendo así su tiempo de mando en el poder. Fue entonces cuando Adela se dio cuenta por primera vez de que estaba viviendo tiempos extraños y difíciles. Qué tiempos no lo son, habrían dicho muchos si hubieran sido capaz de escuchar los pensamientos de la nueva generación que se incorporaba al estado de crisis nacional. Ésta parecía una estrategia del gobierno para quitarse de encima la incómoda  tarea de aprobar unos presupuestos paupérrimos a comienzos de nuevo año. Así que, planteando el abandono para el mes de noviembre, soltaron la bomba en pleno verano, cuando la voluntad, las neuronas y las almas deambulan tranquilas, adormiladas por los efectos del calor y el peso de nuestra cultura hispánica, pícara y despreocupada de todo lo serio e importante.
  En realidad, estos jóvenes que ahora salían al mundo nunca habían tenido la certeza de experimentar una situación política complicada y, hasta ese momento, ni siquiera habían sospechado que estos meses todo su entorno podría estar siendo amenazado, que realmente todos estaban abocados a un cambio, no necesariamente positivo.
  Ni a Adela ni a sus amigas les gustaba pensar demasiado en su verdadera situación. Tal vez por eso se negaban a analizar lo que estaba claro desde hacía más de un año, porque preferían no estar enteradas de lo que se les venía encima. Evitaban tener que leer las señales que ahora se amontonaban en sus cabezas. Bastante drámatica resultaba una situación así, ya de manera natural, como para encima estar sustentada por datos objetivos y demostrables. Sin embargo, aquella mañana la amenazante historia de sus vidas les dio en las narices sin darles tiempo a cerrar la puerta.
  Adela fumaba en el balcón, lamentándose de su mala suerte o de su falta de fortuna por completo y de que todo lo malo le tenía que ocurrir a ella, justo en el momento en que florecía su independencia. Un trabajo, un coche, una casa... palabras que no dejaban de ser imágenes borrosas en un cuadro abstracto y que ella fingía anhelar a toda costa. "Vivimos tiempos abstractos" le bromeaba Ruth a modo de consuelo, aunque la otra joven era incapaz de sonreír mientras las visiones de una vida no realizada colgaban de los rizos desordenados que invadían su prodigiosa cabeza.

- No es justo, Ruth... piénsalo fríamente. No es justo. - Adela exhalaba nerviosa el humo azul de unos cigarrillos extranjeros. Sofía y Ruth la acompañaban aunque ninguna de las dos aguantara demasiado bien el olor del tabaco, cada día más desprestigiado por las nuevas leyes. Pese a ello, las acompañantes estaban convencidas de que nadie podría fumar aquel tabaco como lo hacía su amiga. Era un regalo que su padre le había traído, casi en secreto, de uno de sus viajes para asistir a conferencias de Medicina.- Nuestros padres lo tuvieron difícil, bueno- continuaba mientras el humo la envolvía creando una ensoñación digna de nuestro siglo- todo el mundo lo ha tenido más o menos complicado en la vida... pero, ¿y nosotras? A nosotras se nos quita la oportunidad de luchar. A nosotras no se nos permite siquiera entrar en la batalla. - Y luego la que tenía la fama de "dramática" era yo, pensaba mientras la escuchaba declamar sus frustraciones.

Estaban en casa de Sofía tomando un café. De hecho, ella era una de las componentes de aquel curioso grupo de amigas que había tenido la suerte -o la desgracia- de ser propietaria hipotecada de un piso de nueva construcción; los últimos de una era ya pasada, la de la “burbuja inmobiliaria”. Era una chica que a pesar de no haber cumplido todavía los treinta estaba llena de deudas. La casa, el coche y hasta los planes de boda. Sus amigas la envidiaban algunas veces por esa condición, novedosa para ellas, aunque Sofía estaba convencida de que las más de las veces agradecían en secreto no haber cometido sus errores. La televisión sonaba de fondo desde el salón y la anfitriona se limitaba a ser una espectadora silenciosa del cambio de época, queriendo formar parte de aquella generación extraña sólo por el hecho de no sentirse completamente ajena, definitivamente sola. Suspiraba y las miraba como si, entendiendo cada una de sus palabras, no encontrara las suyas propias, las que sirvieran para apoyar su teoría o para rebatirla, otorgando algo de esperanza al rumbo de la conversación. Se quedaba sentada en su propia casa como si también hubiera acabado allí por casualidad aquella mañana, como si fuera una invitada más. Afortunadamente, sus amigas la conocían y sabían cómo funcionaban las cosas con ella. Sofía se limitaba a participar con su silencio, llenándolo de todo el significado del que era capaz. Les hablaba con la mirada: "Estoy con vosotras, soy una más". Nunca resultó demasiado buena como anfitriona, pero siempre se lo perdonaban.

- En serio, esto es una mierda. - Adela tendía a romper las divagaciones de las demás con algún tipo de exabruptos desalentadores. De repente daba una calada más y sonreía como si volviera de un sueño magnífico y quisiera compartirlo de inmediato.- ¿Y si nos tiramos juntas por el balcón de Amaya y acabamos de una vez por todas?