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lunes, 22 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XII)

 POR CARMEN JUAN ROMERO

Cuando Ruth subió a casa no se oía nada. Era tarde, así que supuso que los niños estarían durmiendo hacía ya rato, y probablemente sus padres también. Tener vacaciones siendo padres de unos gemelos de siete años era casi peor que seguir trabajando. Lo sabía por experiencia. Ella adoraba a sus hermanos, claro, pero había una diferencia de edad que no podía obviar: había pasado doce veranos tranquilos a base de leer, leer muchísimo, de tumbarse en el suelo del salón, sobre una toalla, a la hora de la siesta y disfrutar de las excursiones a otros mundos durante las horas de más calor en absoluto silencio, si acaso roto de cuando en cuando por un leve ronquido de papá o el rasgado de las hojas viejas al pasar. Pero Carlos y Abraham nacieron haciendo ruido y morirían del mismo modo, eran incapaces de estar callados durante dos minutos seguidos. Eran pequeños, sí, y los niños pequeños son así por naturaleza, pero a veces podían con ella. Había intentado por todos los medios inculcarles el amor por la literatura, aunque por el momento no lo había conseguido. La única forma de tenerles quietecitos era montarles aquel teatro de marionetas de trapo que les había cosido durante el embarazo de su madre. Consiguió una caja grande de cartón y la transformó en un escenario fantástico que los bebés tardaron todavía un par de años en apreciar. Lo pasaron en grande, sin embargo, y aún lo hacían algunas veces. Le gustaba inventar historias para ellos, escenificarlas y poner voces extrañas a los personajes, hacerles reír hasta que acabaran retorciéndose de dolor o tosiendo por la fatiga. Entonces su madre les llamaba la atención, daba un alto y se acababa la función. Pero desde que empezó la universidad tenía menos tiempo y sobre todo menos paciencia con ellos. La alteraban con facilidad y además eran dos, y gemelos, lo que quiere decir que confabulaban contra ella la mayoría del tiempo. Entrar al piso sabiendo que ya estaban metidos en la cama, y lo más importante, dormidos, era un alivio para ella.

Comprobó que estaba en lo cierto y pasó a su cuarto sin saludar a sus padres. Últimamente las cosas en casa no iban del todo bien, y cierta tensión colgaba a dos centímetros del techo, lista para abalanzarse sobre ellos al menor descuido. Y además, después de lo ocurrido con Adela no estaba de humor para aguantar tonterías. Se arrepentía de lo que había dicho dentro del coche. No, se arrepentía de cómo lo había dicho. Ruth vivía midiendo sus palabras, incluso más cuando se trataba de Adela. Callaba y callaba, guardaba la cólera ocasional que le producían ciertas situaciones. Tenía una especie de papelera de reciclaje entre las costillas, y allí echaba todo cuanto no podía decir. Pero aunque usara bolsas de tamaño industrial para echar la basura, al final tenía que rebosar, y Víctor sólo había sido el último papel, lanzado desde demasiado lejos en un burdo intento por acertar una canasta, un papel que había caído fuera y había desequilibrado todo lo anterior. Ruth había estallado así un par de veces antes de aquella, pero nunca con Adela ni con su grupo de amigas, sino en casa. Pagaba el pato quien menos lo merecía, esas cosas suelen pasar. La primera vez fue el fin de semana anterior a la selectividad. No tenía por qué preocuparse, la nota de corte para entrar a su carrera era ridículamente baja, incluso le daba un poco de vergüenza que fuera a resultar tan fácil, pero quería hacerlo bien y estaba preparando sus exámenes a conciencia. Su madre opinaba que necesitaba descansar, separar las pupilas de los apuntes y respirar un aire que no fuera aquel de su cuarto, revenido ya tras tantas horas de estudio, por lo que decidió que marcharían al pueblo el domingo, todos juntos, para ver a la familia. Sólo sería ir, comer allí y volver, le dijo, pero Ruth se puso furiosa. Los nervios, el cansancio y la sola idea de que nadie pensara en lo importante que era para ella obtener un buen resultado la hicieron rebentar como un globo de agua que ha pasado demasiado tiempo al sol. Pum. Y el pasillo quedó salpicado de gritos y de “tú no tienes ni idea de lo que me conviene” y de frases injustas que no quería pronunciar y que no pudo contener. Los niños se asustaron, Abraham se echó a llorar y Carlos no quiso ser menos. Siempre lloraban a dúo. Su madre dio un portazo, su padre telefoneó a los abuelos y les dijo que no podían ir porque se les había averiado el coche. Después de todo lo que escupieron sus labios Ruth no pudo pedir perdón, por culpable que se sintiera. Tampoco hizo falta, pero eso no la hacía sentir mejor. No recordaba cómo fue la segunda ocasión, y casi mejor que siguiera siendo así. A pesar de todo, le dolía millones de veces más haber hablado de aquel modo a su amiga. Pensó en llamarla por teléfono, en enviarle un sms o escribirle un correo electrónico, y sin embargo no lo hizo. Ya le había pedido disculpas, y Adela le había acariciado la mejilla al despedirse. Sabía que aquello no significaba que la escenita se hubiera borrado de su memoria, ni mucho menos, pero sí que había comprendido lo que había querido decir con todo aquello, y probablemente también le estaba dando la razón, aunque jamás fuera a admitirlo.

Cuando Adela apareció en su vida ya había cursado un frustrante primero de carrera y al llegar la tercera semana de septiembre y comenzar la rutina de las clases pensó que no sobreviviría otros cuatro años como aquel. Le habían estropeado las mejores asignaturas con profesores incompetentes que se subían a la tarima esperando ser escuchados por eruditos en la materia, personajes extravagantes que no pretendían enseñar, que ni siquiera querían estar allí pero cobraban un suculento sueldo por pisar las aulas unas cuantas horas a la semana. Al hacer la matrícula de segundo cruzó los dedos para que al menos Literatura Española se salvara de la quema de apuntes al llegar julio. Alguien ahí arriba escuchó sus plegarias: un hombre de apariencia cuanto menos poética cruzó la puerta con un “buenas tardes” que aplastó cualquier comentario insulso que revolotease todavía en el aire. Tenía una voz increíble, como de antiguo locutor de radio, y recitaba de memoria a Gil de Biedma con una soltura apabullante. La barba y las gafas redondas le hacían parecer una fotografía en blanco y negro, pero hablaba de las letras de la posguerra con auténtico fervor. El día que se despidió de ellos, a final de cuatrimestre, Ruth estuvo a punto de echarse a llorar y suplicarle que no se marchara. Les comunicó que durante el segundo cuatrimestre la asignatura sería impartida por una joven de su confianza y los alumnos temieron lo peor. Quizá una niñita mimada, los ojitos lindos del catedrático, se plantaría allí a soltarles un par de charlas sobre lo guay que era leer y aquellas estupideces que ellos no estaban dispuestos a escuchar, y mucho menos después de haber tenido el placer de escuchar a su predecesor. Y entonces llegó Adela. Adela con su juventud a cuestas -en comparación con el que había sido su propio maestro no era más que una cría con el título recién salido del horno- y su entusiasmo y sus ganas de hacer las cosas bien. Y con una sonrisa encantadora pintada en los labios en un color que además le favorecía. Se podía oler su pasión por la materia a la legua y Ruth se dio cuenta en cuanto entró al aula. No había tenido una profesora como ella desde el instituto, cuando Asunción le hablaba, casualmente, de Bécquer. Sonrió sin poder evitarlo al recordar aquellos tiempos que parecían tan lejanos ahora, cuando pasaba las tres primeras horas de los miércoles mordiéndose las uñas, a la espera de esas clases en las que cruzaban miradas cómplices entre los pupitres de conglomerado verde. Fue, sin duda, lo mejor de la secundaria. Le gustaba conversar con Asunción, ella siempre sabía qué lecturas recomendar y le brillaban los ojos al ver que todavía quedaban personas interesadas ya no en la literatura del siglo XIX sino de la literatura a secas. Ruth le confesó -y era la primera vez que se lo contaba a alguien- que quería escribir sus propias historias, y ella se ofreció a leer y corregir como si aquella afición se tratara de algo realmente importante. Ruth estaría agradecida por ello eternamente, pero con Adela fue distinto. Ella sabía que en la universidad la relación profesor-alumno era muy susceptible a cambios, y la vio tan brillante y a la vez tan virgen en lo que se refiere a las ambiciones de los académicos frustrados que había conocido hasta el momento, que quiso abrirle paso. Sustituir a Prieto de Paula y que sus alumnos lo acepten es una ardua tarea, y Adela lo hizo lo mejor que supo, pero a pesar del esfuerzo, no logró conquistar a todos como había hecho con Ruth desde el primer día. 

Ruth no cruzó la línea hasta que las actas estuvieron cerradas. Entonces le escribió largo y tendido, sin ser consciente de que aquel correo era un bote salvavidas que la iba a recoger en medio de una tormenta. Como agradecimiento por el rescate, Adela la acogió entre su reducido grupo de amistades. Sabía perfectamente que eran muy diferentes, pero había demasiadas cosas en Ruth que le recordaban a ella con no tantos años menos, y pensó que quizá si la protegía, si evitaba que tropezara con las piedras que la hicieron caer a ella, si lograba que esquivase todo aquel dolor que había tenido que soportar, estaría restableciendo el equilibrio y tal vez recuperando un poco de sí misma a través de su alumna. Ruth sabía cosas que no había contado a nadie, había escuchado anécdotas que hubieran escandalizado a cualquiera sin inmutarse, limitándose a asentir y a abrazar en los momentos oportunos. Se había comido con patatas la historia de Jordi sin juzgar qué estaba mal o quién estaba equivocado, porque aunque le hubiera costado expresarlo al principio, quería a Adela con la mitad de su alma y necesitaba estar a su lado también en las situaciones difíciles. Y Jordi no había sido más que eso, una situación difícil y larga, tanto que se estiraba hasta hoy y su nombre seguía escociendo en los párpados de Adela. Acababa de comprobarlo.

- Me he pasado -murmuró Ruth, hablando sola en su habitación-, y mucho. Jamás creyó que pudiera ser tan dura con Adela como llegaba a suceder en ocasiones a la inversa, pero aquella noche había perdido el control, sobrepasado los límites; la había partido en pedazos pequeños e irregulares, e iba a tardar mucho en reconstruirla. Y eso si no se había perdido ninguna pieza en la explosión.

Trató de relajarse. Nunca dormía bien, pero en verano la hora de meterse en la cama era, paradójicamente, una pesadilla. Podía pasarse las noches enteras dando vueltas sobre el colchón intentando conciliar un sueño que no llegaba. Detestaba los meses de calor, prefería con diferencia las estaciones de frío, cuando podía acurrucarse en una esquina, bien aferrada a las mantas. Lo único bueno que encontraba en el verano eran los helados, y podía comerlos también el resto del año, así que poco le importaba. Si seguía dándole vueltas a aquella discusión con Adela, el amanecer la encontraría despierta y el día siguiente sería peor, porque además estaría agotada. Se quitó el vestido y se tumbó sobre la cama en ropa interior. Con los ojos cerrados e intentando dejar la mente en blanco, se llevó la mano derecha al abdomen y comenzó a acariciarse con la punta de los dedos, primero arriba y abajo, rozando las cosquillas pero sin alcanzarlas. Se rodeó el ombligo y dibujó el contorno del elástico de sus bragas, recorriendo también la parte interior de los muslos con la palma. Hacía aquello con frecuencia, pero sin ninguna connotación viciosa. No podía decirse que Ruth fuera adicta al sexo, porque, de hecho, no lo era. Se lo tomaba como la única forma completamente eficaz de relajar el cuerpo en su totalidad y eliminar cualquier pensamiento que cruzara su mente, como una vía de escape. Sin nada ni nadie flotando en su cabeza. No precisaba la imagen de un hombre atractivo al que imaginar sobre ella, ni tampoco la de una mujer. Era sencillo: ella se procuraba placer sin necesitar a nadie más que a ella, sin vincular su piel a otra y sin la obscenidad que parecen cargar las relaciones carnales. Solía hacerlo escuchando a Mahler por una extraña costumbre que adquirió en los comienzos, cuando apenas empezaba a descubrirse. Se ponía los auriculares y subía al máximo la voz del reproductor. Mahler era uno de sus compositores favoritos, le inspiraba una fuerza, una potencia emocional que, comparada con la de Beethoven, se le antojaba mucho menos artificiosa, aunque sabía que no era así. Beethoven, el indiscutible padre del romanticismo musical -depresivo crónico, víctima de su propia necesidad de sufrimiento contínuo, anhelante de la llegada del final de sus días-, había quebrado todas las leyes establecidas para abrir las puertas a una corriente nueva y egocéntrica; se había arrancado el alma con los dedos y la había escrito sobre papel pautado para que la Humanidad fuera consciente de su desgracia. Sin embargo, el Mahler del último periodo, el Mahler enfrentado a la muerte, había compuesto su música para despedirse de la vida. Su única carrera contra el reloj biológico había sido no numerar La canción de la Tierra en un intento por escapar de la maldición de la novena sinfonía que había fulminado a compañeros como Schubert o Bruckner. Se dejó llevar, y eso hacía Ruth con las manos en su sexo, dejarse llevar hacia un final inevitable para quedar agotada, sin fuerzas siquiera para pensar. Pero esa noche no se detuvo a buscar los auriculares ni el CD de la Novena. Quería llenarse del pastoso vacío que produce el cansancio en verano, acabar y dormir. Cuando despertara ya pensaría en cómo disculparse con Adela. O no.

Con los dedos de una mano entre las piernas y los de la otra entre los dientes, aumentó el ritmo de sus movimientos. En otra ocasión se habría recreado, habría jugado con el tiempo, estirándolo y encogiéndolo, alargando el camino hacia el orgasmo. Habría tensado los músculos hasta un milímetro antes del límite y habría vuelto al principio. Hoy todo era distinto, y se dio cuenta. Intentó terminar cuanto antes, pero justo cuando su respiración era más agitada, al borde del precipicio por el que ansiaba lanzarse de cabeza, un par de ojos verdes se cruzaron por su mente y la obligaron a detenerse en seco. Tardó unos minutos en asociarlos a alguien, puesto que al principio, después del susto inicial -Ruth se follaba a sí misma, nadie había entrado jamás en su pensamiento mientras lo hacía-, no comprendía qué había ocurrido. Se enfadó. Había visto aquella mirada un rato antes, en casa de Amaya. Eran los ojos de su primo, a quien ella había negado rotundamente en el coche. ¿Por qué tenía que ser precisamente él, el origen de su discusión con Adela, quien se presentase sin avisar en su cabeza? Podría haber sido cualquiera, por la facultad paseaban chicos dignos de un segundo vistazo a todas horas, además de algún que otro profesor. Podría haber imaginado a algún actor argentino, con perilla y la piel tostada, pero no. Ella no se sentía atraída por Víctor, o mejor dicho, ahora ya no quería sentirse atraída por él, y menos después de los comentarios que habían hecho sus amigas, dando a entender que tenía que ocurrir, como si fuese un hecho, sin preguntar siquiera. Se acordó de lo que había ocurrido en la terraza, del tacto de las manos del chico sobre su piel, y un escalofrío le recorrió la espalda. A lo mejor Adela tenía razón y no era más que un embaucador que había encontrado en ella a la víctima perfecta... o tal vez no, y era un hombre inteligente, encantador y además de buen ver.

Sacudió la cabeza. Aquello carecía de sentido: acababa de conocerle, no habían intercambiado más que algunas palabras amables, él le había desinfectado la herida del pie y las chicas estaban empeñadas en que entre ellos pasaba -o iba a pasar- algo. Y al parecer, su subconsciente también lo creía. Se mordió el labio con rabia. Detestaba no controlar sus emociones, pero más aún saber que jamás iba a ser capaz de hacerlo, por muchos años que pasaran. Pensó de nuevo en lo injusta que había sido con Adela. Al fin y al cabo, a ella le sucedía lo mismo, pero en otro nivel muy superior. Si Ruth no había podido evitar evocar el impresionante verde de los ojos de un desconocido mientras se tocaba, Adela no iba a dejar de amar a Jordi así como así, por mucho daño que se estuviera haciendo ella solita.

Alcanzó el teléfono móvil con la mano libre, puesto que la otra seguía quieta, allí dentro, y escribió un escueto mensaje a su amiga. “Lo siento”. Luego lo devolvió a su sitio, sobre la mesita, y quiso seguir, pero el calor era asfixiante y en su interior se había acomodado una sensación incómoda, como cuando sabes que algo malo va a suceder y no puedes explicar por qué. De pequeña le ocurría a menudo, y aunque había dejado de hacer caso a esas intuiciones, a veces seguía sintiendo un nudo en el estómago sin motivos aparentes. Se rindió: aquella noche tampoco dormiría.

Se levantó y buscó ropa interior limpia en el cajón. Ruth ordenaba meticulosamente armarios y cajones, pero siempre escogía las prendas prestando mucha atención. Tomó lo que necesitaba y salió de su cuarto camino de la ducha. Era muy tarde y temía despertar a su familia, así que cerró con cuidado la puerta del cuarto de baño y dejó correr el agua sin abrir demasiado el grifo. Era como si le cayera encima una ligera lluvia refrescante. Pasó allí mucho tiempo, permitiendo que el agua se llevara el olor a sudor y a sexo propio, y de paso también la escena a la que había estado dando vueltas durante un rato. Víctor explicándole cómo podía ser que un científico le hubiera impuesto las manos, ella atendiendo con cara de boba. Se sintió estúpida de repente.

- Mierda-masculló, mientras recogía la ropa sucia que había echado al suelo de cualquier manera-. No se puede ser más tonta.

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