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jueves, 11 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (X)

 POR CONNIE MARCHANTE

-          Es puro fuego esa Adelita tuya – sonrió el primo, que a cada segundo que permanecía en casa de su prima iba ganando más confianza.
-          Cuidado chaval –Amaya no hubiera querido utilizar a Sabina y parafrasear una de sus canciones, pero no tuvo más remedio porque cuando escuchaba dentro de su cabeza los acordes de “Y nos dieron las diez…” ya había pronunciado las primeras palabras-, te estás equivocando.
-          ¿Me equivoco? – la actitud de Víctor era desconcertante; bien le clavaba a Ruth el mortal verde de sus ojos con pose de don Juan desgastado que preguntaba, con un interés salpicado de algo semejante al vicio, por Adela.
-          No la llames Adelita –Amaya comenzaba a estar muy cansada de esa tregua que había pactado consigo misma con respecto a soportar a su primo-. Si te escuchara llamarla Adelita puede que haga que te arrepientas; advertido quedas.
-          Pero si te escuché llamarla…
-          Yo soy yo –interrumpió Amaya, ya sin paciencia-. Tú no tienes derechos por ser de mi familia, entérate. Tú no la conoces, no sabes quién es. No tienes ni idea.
-          De todos modos –Víctor notó en seguida el cambio de actitud de su prima y por nada, ni nadie, del mundo iba a perder el privilegio de tener casa gratis-, tranquila prima, que no me interesa ninguna de tus amigas. Simplemente me llamó la atención ese ataque sobreprotector de tu “Adela” –enfatizó la palabra, sin duda era uno de sus recursos lingüísticos favoritos-. Ya veo que es muy común entre vosotras.
-          Mejor será que dejemos esta conversación –suspiró Amaya, incómoda con el rumbo que estaba tomando la charla-. Ha sido un largo día, sin duda, lleno de sorpresas –volvió a suspirar-. En fin, sígueme. Te enseño la habitación de invitados.

Amaya tuvo mucho cuidado de no pronunciar en ningún momento las palabras: “tu habitación”.
Al otro lado de este mismo momento, ya de camino a sus respectivas casas, compartían coche y viaje Ruth y Adela. La joven profesora miraba de reojo a su ex alumna, que no se atrevía a pronunciar palabra. No era miedo lo que Ruth sentía por Adela, pero no por ello dejaba de ser algo que las perjudicaba y entorpecía su relación. Ruth sentía una admiración ilógica y, en muchas ocasiones, desmesurada. Jamás comenzaría a hablarle si no era para contarle algo realmente importante o para responder a alguna pregunta que la “maestra” le hubiera formulado primero.

-          ¿No piensas decir nada? –comenzó Adela, como siempre, con un tono que intentaba parecer tranquilo, equilibrado.
-          ¿Con respecto a qué? –Ruth cruzaba los dedos debajo de uno de los pliegues de su falda para que Adela no la interrogara demasiado con respecto a Víctor y lo que había sentido en aquel balcón.
-          El primo de Amaya, Ruth –Adela no estaba dispuesta a dar rodeos. No era su estilo-. Por favor, chiquilla, tenías que haberte visto la cara. Por dios…

Adela solía decir mucho “por dios”, “dios mío” o incluso fórmulas tan anticuadas como “¡por la virgen!” para expresar sorpresa. Era algo curioso para las demás, ya que Adela no se había definido nunca como creyente, mucho menos católica. En realidad eran formas de hablar heredadas de su abuela, que la había criado desde muy niña, cuando su madre había tenido que irse a trabajar para llegar a fin de mes; cuando su padre las había abandonado a las dos y habían tenido que ir a casa de la yaya para salir adelante.

- Adela, yo te juro… -Ruth no tenía ni idea de cómo acabar lo que apenas había comenzado.
- No me jures, Ruth, anda, no me jures. Lo que pasa es que te ha encantado y ya está. –Adela trató de mantener el tono cálido, no el de la madre que riñe y castiga, sino el de la amiga que acompaña y aconseja- Pero niña, tú eres muy joven, de verdad, créeme. Eres muy joven todavía y no sabes distinguir un buen chico de un caradura como este Víctor. Disfrazado de científico y místico y todo lo que él quiera. Te deslumbrará con sus fuegos artificiales, sé cómo son este tipo de hombres. Los conozco. Su aspecto descuidado y su mirada ardiente no están ahí por casualidad, todo está fríamente calculado. Es una imagen construida intencionadamente.
-Adela, creo que estás exagerando. –Ruth no podía entender de qué le hablaba su amiga. Simplemente, Víctor no podía ser así. Le había mirado a los ojos, le había mantenido la mirada a pesar de que le resultaba algo casi imposible con la mayoría de personas. Pero con él había sido distinto, como ese tipo de cosas que sólo suceden porque ha de ser así y ya está. Ruth y Víctor compartían algo que los demás probablemente no comprenderían. Había visto su alma y era algo hermoso.
- ¿Estoy exagerando? –Adela comprendió que aquello era mucho más grave de lo que había temido en un principio-. Por dios, niña, piensa un poco. Bájate de esa nube donde te ha colgado el aprovechado ese y entra en razón.
- ¿En razón? –Ruth se molestó con las últimas palabras de Adela, que denotaban una vez más que la consideraban una chica frágil, sin experiencia. Una niña tonta. Detestaba que la dejaran de lado por culpa de su edad, que la apartaran porque no fuera capaz de sentir, experimentar, razonar como ellas. Y eso le pedía Adela ahora, que razonara como ella. Sólo que Ruth no deseaba ser Adela en cuestiones sentimentales, en absoluto. - ¿Entrar en razón, Adela? Lo que te pasa es que siempre estás a la defensiva. Piénsalo un poco tú, por favor. ¿Qué te ha hecho Víctor? ¿Qué te ha dicho de malo? Creo que ha estado encantador. Incluso cuando Amaya lo ha echado de su casa, de muy malas maneras, piénsalo tú un poquito, se ha levantado, nos ha dado las buenas noches y se ha marchado sin molestar, sin causar ni un solo problema a su prima. Por favor… ¿cuándo vas a superarlo?

Adela se quedó callada, no porque su pequeña Ruth la hubiera convencido de ser demasiado dura con Víctor, de no darle una oportunidad al joven entomólogo, sino por su última pregunta. Le había sorprendido tanto que no supo qué contestar, con qué continuar con la conversación, cómo escapar de ella. Por su parte, Ruth había entrado en un estado parecido a las rabietas de los niños, empeñados en obtener el último capricho. Convencida de que ella poseía la razón esta vez, no había terminado de ser consciente del efecto que estaba causando en su amiga y no estaba dispuesta a callarse. Ahora ya no.

-          Ruth… yo no…
-          No, Adela, no. –Ruth cortaba con sus palabras, cada vez más afiladas. Porque tú no hayas sabido enamorarte nadie tiene la culpa. Y aún tienes suerte de crearte, tú que hablas de construir imágenes, esa fachada que no sé ni cómo te mantiene todavía en pie. Porque eres la más frágil de todas, entérate bien. Porque un tipo cualquiera disponga de ti como una marioneta no todos van a tener que ser iguales a él. –Ruth miraba al frente mientras Adela se mantenía aferrada al volante; aunque no pudiera verla, la joven comenzó a ser consciente de que el ataque estaba siendo devastador, pero era demasiado tarde para dejarlo dentro. Le quemaba las entrañas-. Deberías entrar tú un poquito en razón, ¿sabes? Deberías olvidar a Jordi de una vez por  todas y dejar a las demás que seamos felices. ¿Qué ha sido de tu orgullo?
-          Ruth, tú no sabes… -la voz de Adela pendía de un delgado y afilado filo, que amenazaba con cortarla.
-          No Adela –sentenció Ruth-, eres tú la que no sabes. Eres tú la que no sabe qué es el amor.

Las farolas de la calle de Ruth las recibieron al doblar la esquina, tintineantes, como si quisieran avisarlas de que por fin habían llegado a su primer destino. Por fin habría que parar, que callarse, que alejarse la una de la otra. Sin embargo, para las dos ya era demasiado  tarde. Algo se había roto dentro de aquel automóvil. Ruth se volvió para mirarla por primera vez desde que se había subido al coche. Vio distinta a su amiga, más pequeña y delgada que nunca, más pálida, podría decirse que hasta infinitamente más bella. Adela se había despeñado de un altar sagrado impuesto por Ruth hacía demasiado tiempo ya. Ahora era una muchacha débil que temblaba detrás de un volante, todavía mirando al frente pero sin poder ver nada, a través de las lágrimas, anegados sus ojos y extinguido el fulgor que los caracterizaba, luchando por salir todas a la vez; ya no era la genialidad, ya no era la locura, ya no era Adela; era una pobre mujer herida.

-          Adela –Ruth se sintió como nunca se había sentido antes. Quería a su amiga, le debía tanto y ahora la estaba traicionando-, lo siento, lo siento de verdad, perdóname. Tienes razón, soy una niña estúpida.
-          No –la voz de Adela no le pertenecía, era otra la que hablaba a través de su cuerpo, tal vez su sombra-, no te preocupes. No me esperaba que hablaras de Jordi, después de todo lo que te he contado, eso es todo.
-          Perdóname. – Ruth no sabía como recomponer aquella escena. Había roto un cristal en mil pedazos y ahora pretendía pegar todas las partes con sus palabras, conseguir con palabras que nadie notara lo que allí había sucedido. Y no las encontraba. No existían más.- Perdóname.

Adela acarició la mejilla de Ruth y esbozó lo que parecía ser una leve sonrisa. Ruth aprendió lo que era una sonrisa rota aquella noche. La noche de los ojos de Adela estaba roja como la sangre, como el dolor. Sin embargo no era rencor hacia ella, nunca hubo el más mínimo signo de enfado u odio para ella. No se dijo nada más, no hacía falta. Las jóvenes se separaron, la vencedora –o puede que no tanto- salió del coche y se encaminó a su portal.  No se volvió para comprobar que el coche se alejaba lentamente. El ruido del motor se lo aseguró sin necesidad de tener que echar la vista atrás. Necesitaba llegar a casa. A su habitación, al descanso, al no sentir más. Ruth sabía que Adela no tenía nada que perdonarle, porque en realidad no la había insultado con mentiras. Las verdades son las que más duelen cuando nos hemos empeñado en no enfrentarnos a ellas. Tan solo necesitaban tiempo. Adela volvería a agarrar todas esas imágenes de recuerdos y sentimientos que habían inundado el pequeño espacio del coche y lo metería todo en aquella cajita que había tallado en su interior. La cerraría con llave. Preferiría dejarlo pasar y fingir que no le dolía todo lo que Ruth le había destapado, como el niño que señala ante todos sin pudor, inocente, que a un hombre le falta un ojo o una pierna. A Adela le faltaba el corazón, y sí, también el orgullo. Se lo había robado aquel hombre al que seguía conectada, como la marioneta lo está a los mandos que la dirigen. Seguía enganchada a aquella maldición de no poder vivir sin él.

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