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lunes, 1 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (II)

 POR VÍCTOR FERNÁNDEZ MOLINA



Amaya era la amiga rarita que todo el mundo tiene. Ese tipo de chica melancólica y postmoderna que se pasaba el día suspirando de pena por haber nacido en el siglo equivocado. Todas la llamaban “la cucaracha” en tono despectivo por su manía de vestir siempre de negro, pero para ella eso no era una ofensa: era un estandarte de su personalidad. Sin embargo, era especial. Lo que le faltaba de cordura y habilidades sociales lo suplía con un gran corazón. Era capaz de dar su propia vida por el bienestar de los demás. “Soy una mártir” se decía a sí misma en multitud de ocasiones, para después con una sonrisa prestarte sus últimos cinco euros para que cogieras un taxi mientras ella se iba caminando a su casa del centro, a la luz de las anaranjadas farolas de la ciudad.

Vivía, o mejor dicho malvivía, sola. Era otra de las componentes de todo el grupo de amigas que había alcanzado la independencia, pero por una razón trágica, como todo en su vida. Sus padres murieron en accidente de tráfico cuando sólo tenía 14 años, heredando así una considerable indemnización económica, proveniente del seguro, y una casa vieja, aunque con unas medidas que ya no se encontraban en el mercado, en el epicentro cultural y económico de la ciudad de Alicante. Vivió con unos tíos hasta que cumplió los 18 para, justo el día de su cumpleaños salir dando un portazo y meterse en aquel piso tan oscuro lleno de recuerdos. Pero de eso ya hacía mucho tiempo, y aunque una herida semejante siempre sigue palpitando, ella había conseguido pasar un par de páginas y continuar con su vida.

Su casa era una muestra más de su particular personalidad. Las paredes estaban forradas con páginas y páginas de libros antiguos que compraba en librerías de viejo, y sobre ellas, numerosos cuadros con dibujos en acuarela que ella misma pintaba, donde se podían observar escenas de sus novelas favoritas: uno de los infiernos de La divina comedia de Dante Alighieri, la resurrección del primigenio destructor en La llamada de Cthulhú, la horripilante escena final de El gato negro de Edgar Allan Poe, o, como no, La cruz del diablo de Gustavo Adolfo Bécquer, amen de varios retratos de este viril y hermoso autor que los reservaba para, lo que ella denominaba su “rincón personal”. Esa obsesión le venía desde pequeña. En el colegio, y está mal que yo lo diga, hacíamos corrillos al grito de “Amaya tiene un novio muerto, Amaya tiene un novio muerto” o “Si tu novio está muerto, deberías matarte para estar con él ¿no?”, y la más repetida “Amaya la rara y su novio muerto se comen la tierra de los cementerios”. Eran cosas de crías, que pueden alcanzar un nivel de maldad insospechado. Aunque la verdad es que no sabían ni qué decían. La sorpresa vino a todos después cuando, un día, llegando a clase de literatura en BUP y al abrir el libro los compañeros encontraron toda una lección sobre Bécquer con su retrato en la primera página del tema. Una de las chicas se atrevió a levantar la mano y a preguntarle a Trini, la profesora:

- Profesora. Este hombre está muerto ¿verdad?

A lo que Trini, o mejor dicho la “quebrantahuesos” como la llamaban los chicos de la clase, contestó:

-Usted, señorita, debe tener menos cerebro que una ración de gambas al ajillo.

Todos rieron como se esperaba, excepto la que lo preguntó, que se quedó pensativa intentado procesar el insulto (o tal vez halago, según se mire) que le habían proferido. Desde entonces Amaya se sintió respaldada por el entorno académico y adquirió una especial devoción por la literatura, no sólo por la del Romanticismo, sino por todas las letras españolas.  Estudió filología, y como todos los filólogos, se hizo profesora, para, entre otras cosas, defender a aquellos alumnos que como ella sufrían el abuso de sus compañeros por tener unas características intelectuales fuera de lo común. Desde entonces su vida estuvo siempre ligada a la literatura y a la docencia, hasta el punto que la nombraron profesora adjunta de la universidad el mismo año que se licenció. Era, lo que en círculos universitarios se denomina, un cerebrito, pero, eso sí, un cerebrito mal pagado.

-En serio, últimamente parece que estás en la parra, Sofía –volvió a interrumpir el fluido de pensamientos Adela- ¿Has oído una sola palabra de lo que te he dicho?-

-Sí –contestó la joven muy seriamente- vamos a tirarnos. No lo pensemos más.

Estaban eufóricas, como si hubieran tomado una droga excitante. No había planificación en sus actos, no había racionalidad. Era una oportunidad de acabar con todo. En realidad puede que llevaran deseándolo desde hace tiempo, pero nunca se habían atrevido a dar el paso. Nadie lo había pronunciado y ya se sabe que nada existe hasta que no se dice, hasta que no surge de unos labios y la idea, hecha sonido, es asumida por los demás a través del oído. Más de una vez habían fantaseado con la idea de ahogarse en el mar como Alfonsina Storni (una de esas autoras que le gustaban a Amaya) o inflarnse a ketamina para que les provocara un paro cardíaco, pero siempre había una razón para seguir viviendo. Ahora no. Todo se estaba acabando. En unos meses estarían en la calle, sin trabajo y sin dinero, tendrían que volver con sus familias, con la cabeza gacha y aceptando todas las recriminaciones que sus respectivos padres les hicieron cuando decidieron salir. Volver era una derrota, una cruel derrota y la única solución a una derrota es la muerte. No cruzaron una palabra más. Se miraron fijamente a los ojos. Ruth y Sofía casi podían escuchar los pensamientos de Adela diciendo “ya era hora de que te decidieras”, a través de sus ojos negros. Con aquella radical determinación, lo dejaron todo como estaba y salieron de allí en dirección a la casa de Amaya, aquella casa que después de muchos años se convertiría en algo muy importante para ellas.

Llegaron al portal de su anticipado destino y tocaron dos veces al timbre. Así Amaya las reconocía siempre. Pasaron varios minutos. Adela fumaba con más intensidad. Era como ver una locomotora de vapor a pleno rendimiento. Volvieron a llamar. Nada. Era como si se la hubiera tragado la tierra. Tal vez era una señal. Tal vez ese día no era un buen día para morir. Un crisol de sentimientos se mezclaron en el interior de Sofía, ya que había sido la que había apoyado sin pensar demasiado la propuesta de Adela. La responsable de aquella escena y de las siguientes, las últimas. Por un lado sentía frustración por no poder llevar a cabo todos sus planes, por otro había una pequeña parte de su alma que todavía quería seguir viva.

- Mierda. No está –dijo Adela arrugando la nariz mientras le daba otra calada a su cigarrillo.

-Deberíamos irnos –contestó Sofía intentando disimular todo el nerviosismo que recorría sus huesos.

-No… ¡No! Hemos dicho que íbamos a hacerlo y lo haremos. ¡A tomar por culo! Esperaremos aquí toda la tarde si es preciso –gritó Adela para hacer ver que ella era la voz cantante.

Y, súbitamente, un golpe a su lado con un estruendo tan brutal que las hizo saltar a las tres, y a gritar como si fueran las protagonistas de una película de terror, estalló en mil pedazos. Era una maceta que había caído de uno de los balcones. Ruth había caído al suelo ya que el impacto resultó demasiado cercano a su posición. Miraron hacia arriba para nombrar a la familia de la persona que había tirado aquella arma vegetal recubierto de loza. Había una cabeza asomada justo donde estaba el balcón de Amaya. Estaban dispuestas a hacer un recital de recuerdos de mal gusto para su familia viva y muerta cuando, de repente, Sofía agarró a Adela del hombro, presa del shock. No podía creer lo que veían sus ojos. Aquella no era Amaya. Ni siquiera era una mujer. Poco a poco sus labios se fueron poniendo de acuerdo con sus neuronas alucinadas, sus cuerdas vocales y sus pulmones para, finalmente, decir en una voz minúscula: “¿Ese no es Gustavo Adolfo Bécquer?

1 comentario:

  1. Después de recuperarme del estado de WTF diré que me lo has puesto difícil, pero se hará lo que se pueda.

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