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lunes, 8 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (VIII)


 POR VÍCTOR FERNÁNDEZ MOLINA

 Todos en el balcón se quedaron en silencio, como quien se encuentra ante un solemne acto religioso o ante el funeral de un ser querido. Sólo el transitar de los coches y las ambulancias rompían ese instante de paz que pocas veces se consigue en la ciudad y, como una macabra broma del destino, de fondo, parado en un semáforo, un coche con las ventanas abiertas lanzaba sin compasión las notas de “Enjoy the Silence” de Depeche Mode. Todos los asistentes a aquel espectáculo sonoro movieron en un hipnótico reflejo sus labios para susurrar “all I ever wanted, all I ever needed is here, in my heart” y después volver a callar. Era un mantra de la noche, una oración que invocaba el latido de su juventud.
Ruth se quejó del pie. La herida no era demasiado profunda, pero lo suficiente como para haberse infectado y estar un poco colorada. Nada grave, pero sí molesto.

-¿Te duele mucho? –se interesó Víctor por su estado, ya que en gran medida había sido su culpa.
-No demasiado –contestó con mirada baja, sonrisa picaresca en los labios y la mano sobre la herida- es un corte sin importancia.

Ruth levantó la vista para cruzarse de lleno con los ojos de Víctor. Ahí había algo más que un poco de química hormonal. Desde ese mismo instante Ruth sabía que ese chico semidespeinado, de mirada penetrante y voz grave, iba a remover todos los cimientos de su vida.

-¿Queréis ver algo alucinante? – dijo de repente Víctor sin apartar la vista de Ruth.
-¡No! –cortó secamente Amaya, que ya sabía algo de lo que iba a ocurrir a continuación -¿Ya vas a empezar con tus historias místicas? ¿Vas a volver a recomendarme que cambie los muebles de sitio para conseguir un buen Feng Shui?
-Algo así –respondió Víctor, de nuevo sin apartar la vista de los ojos Ruth, y con las mismas, sus manos se dirigieron a los pies de la accidentada hasta que sus pieles, sus epidermis excitadas por el calor de aquella noche, entraron en contacto.

Ruth dio un pequeño salto, como si no se esperara que alguien ajeno a ella la fuera a tocar. Solo le había rozado la mano para apartarla, pero para ella casi significaba una proposición para algo mucho más íntimo. Víctor puso la palma de su mano en la herida del pie y con un “no tengas miedo” cerró los ojos y comenzó a concentrarse. Su respiración fue cada vez más profunda y más pausada. Parecía que estaba entrando en trance. Ruth no sabía qué estaba haciendo. Era la primera vez que un chico, la misma noche que lo había conocido, ser lanzaba a sus pies para casi adorarlos como si de una figura religiosa se tratara. 

-Prima –llamó de pronto-, ¿puedes traerme una toalla mojada en agua fría?

Amaya le volvió a mirar como sólo ella miraba a los gorrones. Parecía que iba a decir en cualquier momento una frase como “ya estamos pidiendo otra vez” o “si quieres una toalla cómpratela tú”, pero en lugar de eso se levantó, fue a traerle lo que pedía y, cosa extraña, no se la tiró a la cara sino que se agachó y se la facilitó amablemente para apartarse un poco después y observar el procedimiento. Esto era nuevo también para ella. Víctor colocó la toalla sobre la herida y puso sus manos encima. Volvió a cerrar los párpados y permaneció así durante un par de larguísimos minutos. 

-No puede ser- masculló Ruth.
-Estate quieta y no hables –le respondió rápidamente Víctor, y aumentó la presión sobre la herida.
- Esto es increíble- dijo Adela mientras movía la cabeza con los ojos bien abiertos. Parecía estar echándole algo en cara, como si la hubiese molestado-. ¿Qué eres, un sanador?
-Puedo ser muchas cosas- respondió finalmente Víctor, que de nuevo tenía su vista fijada en los ojos de Ruth, intentando atravesar su alma, como si de un rayo de sol se tratara-, pero esto es algo muy básico. 

Amaya y Adela miraban atónitas la rocambolesca escena. Cada una a su manera y con distintas sensaciones como resultado. Sin embargo, ninguna de las dos podía decir ni una sola palabra. Era increíble lo que estaba pasando allí esa noche, y sobre todo la cara de Ruth, que parecía imbuida en una especie de éxtasis religioso al estilo de Santa Teresa. En cierta manera, el poder de sugestión de Víctor la había conducido a una ligera alucinación transitoria donde ella era una dama decimonónica y él un caballero que se había rendido a sus pies. “Sofía se habría muerto de la envidia”, pensaba ella en su sueño sanatorio.
De repente Víctor dijo “ya está”. Abrió los ojos, apartó las manos y suspiró. Parecía exhausto. Sin embargo, no se fijaban en él. Sus miradas se posaban en Ruth y en la deliciosa sonrisa que había brotado de sus labios.

-          Ya no me duele –musitó ella, impresionada. 

Adela, por su parte, escudriñaba el estado de la herida. El color rojo insano que tenía antes no había dado paso al blanco nuclear normal de sus pies, eso era evidente, pero sí tenía mejor aspecto. Amaya se reía y se sujetaba las sienes en una postura de incredulidad y desapego social. Pensaba que de todos los pirados y extravagantes freaks de este mundo, tenía que caerle a ella su propio primo, justo en estos días tan duros y difíciles. Días de decisiones y apuestas, donde parecía que la felicidad se escapaba poco a poco de sus vidas de nuevo, y tenían que saltar para cogerla como si de un globo con helio se tratara. No paraba de pensar que su primo era un caradura, pero había algo en él que despertaba ese sentimiento maternal que en unos meses tendría que poner en práctica. Porque, aceptémoslo, Amaya nunca había sentido la llamada de lo que muchos llaman su “reloj biológico”. Ella era una solitaria que de vez en cuando tenía ciertas necesidades. Y la noche del “incidente”, tal y como ella lo denominaba en sus reflexiones, solo había acudido a casa de un conocido a cenar y a ver qué pasaba después. Aún era muy pronto para saber qué iba a hacer con ese ser que crecía en su interior, pero el tiempo apremiaba si en realidad quería dejarlo todo como estaba hasta entonces. En realidad, sabía que nada iba a ser igual a partir de aquellos meses. Su vida, tanto si decidía tenerlo como si no, se iba a convertir en un vaivén de sufrimiento y alegría, una ciclotimia de emociones que ni su atractivo psicólogo-amante argentino podría arreglar nunca.
Volvió al presente, a su balcón repleto de plantas, amigas y familiares, a la noche calurosa de verano, a la cara de felicidad casi orgásmica de Ruth, a la extenuación  posiblemente fingida de su primo y al increíble interés o escepticismo de Adela por lo que allí estaba pasando, teniendo en cuenta que hacía unas horas habían decidido tirarse desde su barandilla y acabar con sus vidas.

-Gracias, prima- Víctor se incorporó visiblemente recuperado después de un momento y le entregó la toalla húmeda para que la echara a lavar.
-¡Ah! ¡Está caliente! – gritó Amaya cuando la cogió.
-Sí, es un efecto secundario–respondió Víctor mientras se sentaba en una silla.
El paquete de tabaco de Adela seguía encima de la mesa como un resto arqueológico de una vida anterior, de una idea que se olvidó, de una conversación acabada.  Víctor lo cogió con sus mágicos dedos y le dio un par de vueltas. “Fumar puede matar” podía leerse en la cajetilla y la foto de un cadáver ilustraba el mensaje ampliamente argumentativo que querían emitir las autoridades. Sacó un cigarro de su interior y se lo llevó a la boca.
-Necesito relajarme después de este tipo de cosas –se justificó mientras lo encendía-. No me confundas, no suelo fumar, pero a veces me apetece.

Adela no sabía qué hacer. Quería acompañarle. Ver a otra persona frente a ella fumándose su tabaco hacía que le apeteciera muchísimo más uno de esos deliciosos cigarros que tantos años la habían acompañado. Pero había hecho una promesa y las promesas, tarde o temprano, hay que cumplirlas.

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