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martes, 23 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XIII)

POR CONNIE MARCHANTE

Adela llevaba más de veinte minutos dando vueltas por las mismas calles, viendo pasar los mismos escaparates una y otra vez, arropada por el volante de su coche, al que seguía aferrada como un gato asustado sin apenas percatarse de ello. No quería volver a casa, a pesar de que el reloj le anunciara que pasaban las tres de la mañana de aquella ilógica noche de jueves. Aquel piso de alquiler no le resultaba un hogar al cual poder volver y sentirse en paz consigo misma. Lamentablemente, no había conseguido sacarse esa sensación de estar de prestado en cualquier parte, ni siquiera allí, donde vivía sola. Conectó la radio y esperó a que sonara alguna buena canción, de esas que te reconfortan y te hacen olvidar todo un poco. Con suerte el locutor pensaría en la gente que anda deambulando perdida dentro de un coche, sin rumbo ni destino, y habría seleccionado una de esas canciones con mucho ruido, tanto que no se pudiera escuchar el que uno llevaba por dentro. El ruido. Se escuchaban los últimos segundos de una canción que no logró reconocer. De estilo indie, tal vez. No podía centrarse demasiado en aquel sonido que no le resultaba del todo familiar. Adela en aquellos momentos estaba toda hecha de ruido. De su propio ruido. Se tocó la mejilla con el dorso de la mano al notar la sensación de una lágrima. No se había dado cuenta de que desde que Ruth saliera del coche no había dejado de llorar. Habían sido lágrimas silenciosas, que habían pasado de puntillas por su rostro sin llegar a marchitarlo. Tampoco ellas habían querido romper aquel momento o, simplemente, tampoco habían podido combatir el ruido. No habían conseguido liberar a Adela de aquel peso que le oprimía el pecho. Siguió dando vueltas, esta vez acercándose a la zona de la Plaza de toros. Imposible parar ahí, mucho menos aparcar. Las voces se le amontonaban en la mente, como si todas quisieran expresar su malestar a la vez: Ruth, Amaya, Víctor, Jordi…  Sentía que la cabeza le iba a estallar cuando, de repente, los acordes de una canción conocida comenzaron a estrellarse contra las ventanillas de su peugot: Busco un lugar en esta ciudad, donde esconderme de la corriente que me lleva…
Aquella canción de Jarabe de palo siempre le había gustado, tal vez porque Adela siempre había buscado otro lugar donde pudiera dejarse arrastrar como la tierra por la lluvia torrencial, ser arrancada y transportada lejos sin poder decidir a dónde, sin poder saber cuándo pararía. Pero aquellas palabras no eran suficientes aquella noche. El ruido era mucho más fuerte. El ruido y la presión en el pecho, que la obligaba a respirar cada vez más profundamente, cada vez con más esfuerzos.

Río de lava que todo lo arrasa, floto en el  tedio, oscuro viaje hacia el Infierno... Busco ese lugar.

Ella también buscaba ese lugar. Necesitaba parar, llegar a alguna parte. No quería regresar a casa, no le apetecía encontrarse con su colchón vacío de noches y de cualquier esperanza. No quería reflejarse en el espejo de la entrada y comprobar que una vez más nadie la seguía. Que él no estaba. Sin embargo, dentro del coche –sobre todo dentro de la cabeza de Adela- parecía haber mucho más movimiento que fuera de él. Los cristales de los  escaparates, cerrados desde hacía horas, reflejaban cada vez menos transeúntes por las calles por las que ella circulaba.

Dime la verdad; poco me queda. Querría perderme, huir para siempre, echar a volar…

Entonces pensó en Clan Cabaret. Los jueves siempre había fiestas universitarias por todo Alicante y sería fácil que el local estuviera lleno de gente. En realidad, a ciertas horas se convertía en un antro donde podías encontrar a sujetos de todo tipo mientras escuchas rock, funk, drum'n'bass, house, electro o  hip hop. Era un buen lugar para perderse, después de todo. Tardó unos quince minutos más en poder aparcar su coche. Antes de salir de él, se miró por el espejo retrovisor recordando que había estado llorando. Comprobó que, efectivamente, tenía el maquillaje estropeado aunque de forma bastante sutil. “Te ha quedado una sombra muy de efecto fumé”, se habría burlado Amaya. Cada vez que se había maquillado un poco los ojos y lloraba le ocurría lo mismo. El perfilador de los ojos se le difuminaba un poco creando un efecto “ahumado” que, irónicamente, la favorecía muchísimo, contrastando con la palidez natural de su rostro. Adela poseía una belleza serena, de esas que se perciben solamente a través de los poros de la piel y que sin darte cuenta te van calando por dentro. Nadie hubiera negado en aquel momento que Adela era una mujer terriblemente hermosa. Ahuecó el cabello ondulado con sus manos y decidió que estaba lista para salir. Se había retocado lo justo para no parecer una cualquiera, teniendo en cuenta que en el bolso únicamente guardaba una máscara de pestañas y un brillo de labios. Rebuscando en el fondo, a ciegas, se había topado con el móvil y había pensado en llamar a Amaya.
Eran casi las cuatro de la mañana y no se sentía con ánimos para despertarla. Lo había hecho en muchas otras ocasiones, a horas intempestivas había cogido el teléfono y le había dicho “Estoy en este pub, ponte  guapa y vente. Ya sabes que no me gusta beber sola”. Pero aquella noche tenía motivos distintos para beber y no quería compartirlos con ella. Todavía no había logrado entender cómo se habían distanciado los últimos meses, ellas que se consideraban prácticamente como hermanas. Sus padres habían sido amigos íntimos desde que ellas tenían memoria y se habían criado juntas; habían compartido juegos, amores adolescentes, secretos inconfesables, amantes esporádicos. Todo. Estaban unidas por un delgado hilo transparente, invisible a todos los demás. Pero, inexplicablemente, Adela no le había contado la historia de Jordi.
Caminó un par de manzanas y cruzó por la zona de la Lonja. El Clan Cabaret estaba justo enfrente, esperándola. Tal y como había pensado, el local ya tenía al portero disponiendo de los que pretendían entrar, controlando que no se llenara más de la cuenta. No tuvo que pagar entrada como el resto de los que estaban formando una cola deforme, como todas las que se formaban en aquella cuidad, en aquel país. La dejaron pasar sin ningún problema, la conocían de sobra.
Caminó en línea recta hasta la barra. De fondo se escuchaba Maybe, de Janis Joplin. Se acercó al camarero de siempre y le pidió un gin tonic de Hayman’s 1820. Al igual que el precio del cubata, la botella estaba reservada a Amaya y a ella, lo cual las hacía sentir mucho mejor al beber aquel licor casi sagrado. “No hay nada como un buen gin-tonic”, le decía Amaya al oído en las noches que se habían tomado alguno que otro más de la cuenta.
Mientras el camarero cumplía con su parte aquella noche, ella miraba embelesada el vaso de tubo que le estaba destinado. Por un momento fugaz, Ruth se le cruzó por la mente, como en un suspiro liviano. Su imagen no le dolió en ningún momento; se sintió algo culpable por haberla sometido a sus confesiones. A sus historias sin sentido. La había obligado, de algún modo, a ser su cómplice callada y resignada.
Adela bebía rápido, sin alejarse demasiado de la barra. Era mucho más peligrosa cuando Amaya no estaba para vigilarla. Siempre había necesitado de alguien que la llevara de la mano. Ruth tenía razón: era la más frágil de todas. No tardaron en ofrecerle unas pastillas de éxtasis. Nunca se había drogado, aunque necesitaba tomar de vez en cuando tranquilizantes para dormir, lo cual también era una droga aunque legalizada en la farmacia. Decidió probar una, sólo por esa vez. Las canciones se iban turnando para acariciarle el cabello suelto que adornaba sus hombros desnudos; una melodía detrás de otra, para trasladarla poco a poco y con ayuda del alcohol, a un lugar en el que su ruido interior ya apenas se escuchaba. Apenas algunas imágenes del pasado luchaban por permanecer con ella durante esa madrugada extraña en la que comenzaba a sentirse algo desorientada.
Recordaba las tardes de infancia con Amaya. Se veía a sí misma junto a ella, sonrientes, difuminadas en un halo de luz blanca. Tal vez había comenzado a delirar un poco; tal vez aquel era su estado natural. Las risas acariciaron suavemente la piel de Adela, el recuerdo de unas niñas que no sabían nada del rencor ni de la vida. Que no sabían nada de la muerte ni de la soledad.
Recordaba la  tarde en casa de Sofía como si hubiera sucedido hacía un millón de años. Sus palabras de desaliento, de enfado. La idea de quedarse sin trabajo, de tener que volver sin dinero ni suerte a casa de su madre, a vivir bajo sus normas como cuando era una niña. Sin embargo, la idea de suicidarse ahora le parecía una estupidez. ¿Quién era ella para decidir sobre el destino de sus amigas? ¿Quién para empujarlas al vacío? Se sintió contenta porque al final cada una estuviera a salvo, en sus casas, lejos de ella. Llegó a la rara convicción de que en aquellos momentos cada una de sus compañeras estaría celebrando su lejanía. Que se hubiera marchado sola. Se sintió feliz y comenzó a reírse estúpidamente, como el que recuerda una maldad o una broma recién pertrechada; quiso brindar por ella y su desgracia pero se le había acabado de nuevo el gin-tonic. Era el cuarto de la noche. Pidió el “último” al camarero, que ya le recomendaba suavemente dejar de beber.
Con los ritmos de “Found a lover”, de Panacea Adela se dejó arrastrar dócilmente a la pista. No tardaron en llegar jóvenes que querían bailar con ella y algo más. Uno de ellos, un chico alto y moreno, se le acercó por detrás, rodeándole la cintura con sus manos. Adela se sentía fuera de sí, lejos de cualquier problema, fuera del tiempo y el espacio. Se dejaba hacer mientras cerraba los ojos y percibía el perfume masculino de su pareja de baile casual.
Las manos recorrían su cuerpo tímidamente al principio, pero pronto tomaron la confianza suficiente para guiarla y obligarla a caminar poco a poco. La estaba llevando a los baños del local.
Por un momento, Adela se dio cuenta de lo que iba a suceder. Era todo tan sencillo que le pareció hasta natural. No sabía qué hora era, pero seguro que pasaban de las cinco de la mañana. Los que permanecían en la discoteca estaban más que pasados de todo, pero ella sólo se había tomado una pastilla. La primera y la última, se decía en voz alta de vez en cuando, sin darse cuenta de que estaba hablando sola. Su acompañante no la escuchaba, no le interesaba lo que Adela pudiera contarle. Ni cómo se llamaba ni a qué se dedicaba. Hacía mucho tiempo que nadie preguntaba eso de “estudias o trabajas”. No importaba. De todos modos, lo de hablar sola lo hacía a menudo. Su enajenación, ese desapego emocional que la inundaba en momentos como aquel, no estaba provocado por la droga, formaba parte de su personalidad compleja y desconcertante. Y aunque sí era cierto que  había bebido demasiado, podía darse cuenta de que aquel tío quería culminar aquella noche con un bonito y húmedo recuerdo.
Entonces, justo cuando un pie se esforzaba por ponerse delante del otro sin tropezar, cuando apenas quedaban unos diez pasos para llegar a la puerta del baño, Adela pensó en Jordi. No hubiera querido hacerlo, pero su imagen se le metió entre costilla y costilla. Había conseguido romper el cerrojo que ya había malogrado Ruth dentro de su coche. Recordó las noches en una terraza en un lugar muy lejos de allí, un lugar donde nadie podía verles ni acusarles de nada con el dedo. Recordó las palabras y los abrazos… y no quiso continuar caminando.
-          Eh, tía, ¿qué te pasa? – Adela no había contado con el joven que seguía detrás de ella, empujándola con una dirección muy clara.
-          Déjame, -acertó a decir ella- no quiero liarme contigo. Me voy a casa.

El chico la agarró del brazo, haciendo ademán de intentar convencerla. La miró a los ojos por primera vez y ella le mantuvo la mirada. Impenetrable y oscura. No se dijeron nada. La soltó suavemente y le dijo de mala gana “Vale. Como quieras”. Se alejó mascullando palabras como “Vaya estrecha. Menuda calientapollas” o alguna cosa parecida. A Adela ni le sorprendió ni le molestó. De hecho, consideró bastante fácil el haberse desprendido de aquel lastre que se le había colgado de los hombros no sabía desde hacía cuánto tiempo. Entonces pensó que le hubiera resultado muy fácil tirárselo en el aseo. La hubiera empujado contra una de las paredes del baño de minusválidos, que era el más amplio y cómodo –también el más limpio-. Puede que la hubiera levantado cogiéndola de los muslos para hacerlo a horcajadas. Ella no hubiera hecho ruido,  se hubiera dejado hacer sin más, esperando a que el otro se corriera. Con suerte ella habría llegado al orgasmo también, quién sabe. Aquellas aventuras de discoteca solían ser muy poco satisfactorias para la mujer. Pero, en cualquier caso, hubiera resultado muy fácil y, por qué no decirlo, rápido.  Lo hubiera sido, de no aparecer por su mente y su pecho en el momento oportuno, como siempre, Jordi.
Salió del local. Un aire fresco de madrugada la invitó a sonreír aunque no se había sacudido del todo la imagen del hombre que tenía la culpa de todo. Así lo había reconocido ella en más de una ocasión. Jordi Valdés había sido el error más grande cometido en su vida. Cualquiera que conociera a Adela lo hubiera previsto, cualquiera salvo ella. Pintor, escultor, escritor, de genio brillante y exacto, lo tenía todo. Era un artista completo, y además muy bueno. De los que ya no existían. De los que se fabrican en los sueños renacentistas del pasado. Un nuevo da Vinci. Lo había conocido en el último instituto donde había trabajado por unos meses, apenas seis, cuando había ido a sustituir a una profesora que había pedido la baja por embarazo. Él era el profesor que impartía la maravillosa –para Adela- asignatura de literatura universal y habían tardado apenas unos días en conectar, en buscarse en los descansos, en los recreos. Se buscaban siempre con la mirada, con los gestos. Sin embargo, aquello no podía ser una historia que se pudiera contar ni que fuera a tener un final necesariamente feliz. No podían compartirlo, no podían expresarlo. Adela se había enamorado de él cuando ya le pertenecía a otra. Lo peor de todo es que él se lo había contado en una de aquellas citas bajo la luna, mientras su luz invadía la terraza que resguardaba sus secretos y sus encuentros. Ella lo sabía todo y lo había aceptado, sin renunciar a lo que él quisiera o pudiera darle.
Caminaba despacio en dirección al coche. Los pies le dolían tanto que aquel martirio había logrado despejar su cabeza. Volvía a pensar con claridad. A recordar con claridad. Le entró un ataque de responsabilidad y paró en una esquina para llamar a un taxi. Siempre llevaba el número grabado en el móvil para este tipo de desmadres inesperados. La teleoperadora le dijo que el vehículo tardaría unos cinco minutos en llegar. “Ojalá me hubiera entrado el conocimiento hace un par de horas”, bromeó consigo misma.
Se quedó sentada en un banco de hierro cercano al sitio donde había quedado para que la recogieran. Afortunadamente el taxi no tardaría y podría salir de allí. Podría volver a escapar, buscar otro lugar. Notaba cómo su piel reaccionaba al frío de la madrugada, aunque los termómetros no marcaban menos de 20 grados. No era el frío lo que erizaba su piel, sino el recuerdo del contacto con otra piel, todavía anhelada. No se explicaba cómo podía sentir todavía en su cuerpo el último abrazo que recibió de Jordi, la última noche que pudieron estar juntos, justo antes de despedirse con un simple “hasta luego”. Él no era de discursos elaborados ni engañosos, no daba falsas excusas ni mentía. Tampoco le aseguró que se volverían a ver, ni cuándo en el caso de que sucediera.
Amaya no sabía nada de todo esto; Adela no le había contado el secreto más importante y valioso de toda su vida. No sólo no sabía que se había liado con un hombre casado, sino que no le había confesado que por primera vez se había enamorado. De forma sincera e incondicional. Amor de verdad. Desde luego que su amiga le diría de todo, le gritaría lo fresca y estúpida que era. Que tenía todas las de perder, que lo único que lograría sería estar colgada de una llamada, pendiente de un mensaje. Dejar de vivir para ella misma y sufrir por un amor que en realidad no estaba correspondido. Pero no necesitaba escucharlo de Amaya, porque todo eso ya lo había comprendido Adela desde hacía poco más de dos meses. Justo cuando habían llegado las vacaciones de verano y él había regresado feliz a su casa, junto a su mujer y ella se había tenido que regresar sola a Alicante, a un piso de alquiler donde nadie estaba al otro lado de su colchón para consolarla. Ruth, su pobre niña agotada de cargar con aquel secreto lleno de dolor, que era más una daga sobre el cuello de la propia Adela, era la única que conocía los detalles de la relación. Era la única que tenía a Adela en sus manos.
Cuando llegó por fin el taxi, Adela se dejó todos aquellos recuerdos sentados en el mismo banco donde había estado ella apenas hacía unos segundos. Los dejó abandonados como quien abandona a un perro que ha crecido demasiado y no es compatible con las vacaciones de verano. Los abandonó siendo suyos, siendo responsable de ellos, siendo su creadora. Sabía que ellos no se quedarían ahí por siempre, que tarde o temprano la volverían a encontrar cuando menos lo pensara, cuando estuviera acurrucada en su rincón del sofá, indefensa ante ellos. Sabía que regresarían y, sin embargo, los dejó atrás. Lo hizo porque aquella noche, la noche en la que parecía haber comenzado algo que todavía no se había atrevido a analizar del todo, prefería dejar de ser ella. Quería dejar de pensar como ella, de sufrir como ella, de amar como ella y, sobre todo, de recordar como ella, durante las horas que le quedaran de sueño, que no eran ya muchas.

2 comentarios:

  1. Me siento culpable. Maldita.
    Además, ahora tengo unas ganas irrefrenables de escribir.

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  2. Vaya... espero que al menos te haya gustado ;)

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