Amenaza el amanecer con rayar el cristal de mi ventana con el naranja nuevo de cada día. De espaldas a la luz, recortando tu silueta de negro y azul, recoges la blusa del suelo y con calma comienzas a abotonarla, ciñendo la seda a tu cuerpo. Me sorprende la transparencia de tu carne, tan ajena, habiéndola probado hace tan sólo unas horas. Te peinas los cabellos con la punta de tus dedos, agarras tus grandes gafas de sol y tus tacones -que decides no ponerte todavía- y te alejas de mi cama y de mi cuerpo apresurada, sin tiempo para una despedida.
Me hubiera encantado decirte algo mientras desaparecías; sin embargo, mis labios quedaron sellados y secos, mi sangre, antes salvaje y burbujeante por el deseo, permaneció quieta y helada como en un inabarcable estanque.
Me queda el consuelo de que mis pupilas, clavadas fijamente en tus últimos pasos a la puerta y ya por siempre abiertas quedarán, por un tiempo indeterminado, en tu memoria.
El abandono de un cuerpo que se ha amado de alguna forma y en algún momento es por naturaleza sensual, pero este texto me gusta especialmente porque parece la secuencia a media luz de una película de las buenas. Me quedo con el hecho de que salga descalza.
ResponderEliminarY, bueno, ¡perfectamente escogida la voz de quien relata!